domingo, 20 de agosto de 2017

El fetichismo de la derrota


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El fetichismo de la derrota

 

 

Artua Gibilloarrate

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Existe entre amplios sectores de la izquierda un cierto fetichismo de la derrota. Es un fenómeno que, seguramente, debido a las numerosas revoluciones fracasadas y a las sucesivas divisiones en el seno del movimiento obrero, se da desde el nacimiento del socialismo hasta nuestros días. Así, se idealiza a la izquierda derrotada: Luxemburgo frente a Lenin, Allende frente a Castro, Trotsky frente a Stalin… Igualmente, se aprecia una visión romántica de los líderes muertos al comienzo de las revoluciones frente a quienes han de desarrollar ese legado: el Che frente a Castro y, como no, Lenin frente a Stalin. La pureza y el idealismo que reflejan estos dirigentes se contraponen a las acciones erróneas que se les destacan a quienes gestionan el escenario posrevolucionario y, en ocasiones, han de solventar los errores de estas figuras impolutas, muertas demasiado pronto.
Es comprensible: esta postura permite al militante sentirse seguro en un mundo ideal en el que la revolución perfecta se da, alejada de los “traidores antirrevolucionarios” que la han contaminado, y mostrarse como un digno representante de la verdadera emancipación frente al “Terror Rojo” (persecuciones, arbitrariedad del poder, avance económico a costa de la población). Pero el militante debe abandonar el cómodo sillón de la pureza ideológica y realizar un análisis desde el materialismo (digamos, observar un hecho dentro la realidad en la que se produce) y evaluar las medidas, por brutales y horribles que le parezcan, para concluir si eran necesarias para garantizar el mejor futuro posible para el pueblo, o si bien se produjeron niveles de violencia excesivos, e incluso si el grupo dirigente actuó exclusivamente para su beneficio, como verdaderos traidores.
Chávez no fue Lenin ni el Che, y Maduro no es Stalin o Castro, ni mucho menos. Pero la postura autocomplaciente de una gran cantidad de intelectuales de la izquierda española, de los que se esperaría un análisis sosegado y, al menos, el apoyo crítico a los bolivarianos, enciende un poco a este lector, que hace un par de días a altas horas de la madrugada se vio sorprendido por la Crítica a la antirrevolución del profesor y militante del PSOE José Antonio Pérez Tapias, donde consideraba que “las actuaciones del gobierno que preside Nicolás Maduro han entrado en derroteros que (…) me atrevo a calificar de antirrevolucionarios, actualizando el fetichismo de la derrota tan de la izquierda al siglo XXI.
Tras la sorpresa inicial, y el intercambio de tuits bajo un cierto enervamiento inicial (al menos por mi parte) procedí a analizar el texto. De la sorpresa pasé al estupor al contemplar cómo el antiguo portavoz de Izquierda Socialista, corriente que reivindicaba la tradición más socialista y obrera del PSOE, condenaba las actuaciones de Nicolás Maduro mientras loaba las Revoluciones Bolchevique y Sandinista, y tras recuperarme, pasé a la redacción de este texto que pretende contextualizar las actuaciones del gobierno bolivariano, responder a las graves afirmaciones del profesor y, finalmente, lanzar una advertencia a los lectores que se consideren progresistas, siempre que consideren que mi opinión tiene suficiente valor para seguir robándoles su tiempo.
El chavismo en su contexto histórico
Hechas las presentaciones, hablemos de economía. Al llegar Chávez al poder, se encontró con un sistema económico llamado capitalismo --propiedad privada de los medios de producción, asignación de recursos a través del mercado, mercantilización del trabajo, sociedad de clases (propietarios-trabajadores), dominio político de los propietarios (“dictadura de la burguesía”). La llamada Revolución Bolivariana, traicionada según la mirada de Pérez Tapias, buscó lo mismo que el resto de gobiernos progresistas que llegaron al poder en numerosos países latinoamericanos a finales de la década de los noventa y principios del siglo XXI: la llegada al socialismo --propiedad colectiva de los medios de producción, asignación de recursos democráticamente, dominio político de los trabajadores (“dictadura del proletariado”)-- mediante reformas que otorgarían progresivamente el control de la economía a las clases populares.
Sin embargo, independientemente de su propósito y de los avances logrados (participación popular en las instituciones, nacionalización de sectores estratégicos, creación de infraestructuras públicas, programas de educación, sanidad, vivienda, transporte, alimentación…) el sistema económico venezolano a día de hoy se llama también capitalismo. No un capitalismo neoliberal como el de 1999, cuando Chávez llega al poder, sino uno intervenido, con existencia de empresas públicas y programas keynesianos, aunque bastante más modestos que los que existieron en países como Francia o Reino Unido tras la II Guerra Mundial.
Denominar revolución a las reformas realizadas en Venezuela puede llevar a equívocos; aunque su planteamiento es bastante revolucionario dada la exclusión casi absoluta de la vida política en la que se encontraba la mayoría de la población, se acercan más a la vía chilena al socialismo de Allende que a los barbudos que expulsaron a Batista de Cuba o a los bolcheviques que hace cien años acabó con el Imperio Ruso. Y no es el único paralelismo con Allende.
No es mi objetivo cuestionar las vías reformistas al socialismo, pero sí constatar un hecho: las reformas políticas realizadas durante estas décadas en Latinoamérica han contado con el apoyo de una parte de los propietarios, aquellos que debido a la posición de sus países como exportadores de materias primas se habían visto carentes de poder político; estos grupos, sin embargo, ante una situación de crisis y peligro de aumento del poder de los trabajadores se alían con los grandes propietarios (lo que desde la tradición socialista se ha denominado siempre lucha de clases) y tratan de impedir como sea un avance obrero, como ocurrió en el Chile de la Unidad Popular, que también vivió episodios de hiperinflación y protestas previos a la intervención de los siempre atentos Estados Unidos.
Venezuela se encuentra hoy en una encrucijada: dar un paso definitivo hacia el socialismo o un paso atrás hacia el neoliberalismo, pues permanecer como un país que vive de los altos precios del petróleo y un tipo de cambio favorable que permitan repartir riqueza a propietarios y trabajadores a la vez (el sistema que heredó Maduro de Chávez) se ha vuelto insostenible.
Ante esta situación, Maduro ha movido ficha llamando a Asamblea Nacional Constituyente con el objetivo de garantizar los derechos conquistados, abandonar el modelo dependiente del petróleo y construir finalmente el socialismo que, irónicamente, puede ser el momento más revolucionario en Venezuela desde la Constitución elaborada por Chávez en 1999, que dio comienzo a la Revolución Bolivariana. Digo irónicamente porque según parece, este movimiento le convierte en antirrevolucionario a ojos de José Antonio Pérez Tapias.
La antirrevolución de Pérez Tapias
Durante todo el artículo, se repite la sospecha sobre la antirrevolución de Nicolás Maduro, pero no se ve ninguno de esos “datos suficientes” que tiene el profesor aparte de su mención a la “gestión de la economía” y a las “instituciones representativas” sin las que no se puede concebir la “democracia”, que aparentemente se ven violentadas por el presidente venezolano.
En primer lugar, y apartando las maniobras empresariales que aumentan la hiperinflación y la escasez, admitidas por el profesor, sorprende que hable de la mala administración de Maduro tras haber leído en este medio a menudo --y acertadamente-- que los mayores problemas del capitalismo no vienen causados por su gestión, sino por la naturaleza del sistema. Las reformas necesarias para superar la dependencia de las rentas del petróleo (cuya caída es una de las raíces de esta crisis) debieron haberse realizado cuando los precios de este eran elevados --es decir, por Chávez-- pero esto habría imposibilitado la realización de programas sociales; aparte, descoloca la afirmación de que un país rico en materias primas no debería tener tales problemas, cuando estas han sido la principal condena de América Latina y África. Recomiendo al profesor y a los lectores el ensayo Las venas abiertas de América Latina, donde Eduardo Galeano lo constató hace más de cuarenta años.
Sobre las instituciones representativas, querría cuestionarme cómo son posibles tales acusaciones mientras se obvia que la Asamblea Nacional está en desacato por incluir a diputados cuya elección había sido impugnada por fraude, y que la destitución de la Fiscal General responde a la pérdida de confianza por parte del partido que la eligió (el PSUV chavista) tras acusaciones de “delitos de lesa humanidad” por llamar a la Constituyente y responsabilizar al Gobierno de las muertes durante las protestas, cuando el 40% de estas han sido causadas por civiles, según sus propios datos. Pero yendo más allá de este comentario, querría advertir de un hecho. Citar sin contexto a Lenin (“sin instituciones representativas no puede concebirse la democracia, ni aun la democracia proletaria”) lleva a equívocos: hablamos de un gobernante que no sintió ningún apuro en clausurar y rehacer todas las instituciones necesarias, desde el parlamento hasta los tribunales, bajo la creencia de que el impulso revolucionario no debía ser condicionado por los límites institucionales. Pido al profesor y a los lectores que ojeen el capítulo de donde extrae esa frase, llamado La abolición del parlamentarismo --título bastante elocuente-- y que piensen si Lenin reprocharía a Maduro su “déficit democrático” o, en vez de eso, que “todavía es necesario reprimir a la burguesía y vencer su resistencia”.
Al hablar de la democracia Marx y otros muchos autores, socialistas o no, han explicado repetidas veces que, en una sociedad de clases --como la venezolana-- la democracia solo existe para la clase dominante. Traduciendo a un lenguaje no marxista, podríamos afirmar que todo sistema político impide que cualquier organización que trate de destruirlo llegue al poder, y si llega, se debe a que el sistema no es capaz de impedirlo (no porque sea permisivo) y tratará de expulsarla o someterla. El estupor que me invadió mientras leía la defensa de las Revoluciones Bolchevique y Sandinista conecta con este punto, pues durante la primera se integró a todos los defensores de la revolución en un partido y se mantuvo una guerra descarnada contra el resto, guerra que devastó el país; casi similar en el caso sandinista, salvo que unos cuantos derechistas se mantuvieron apartados hasta que acabó la guerra y ganaron las elecciones (con la intervención, como no, de EE.UU.), a pesar de toda la sangre derramada por el FSLN.
El socialismo requiere instituciones representativas, pero no las que existen actualmente. La superación de estas y la protección constitucional de los derechos adquiridos hasta hoy, junto a la creación de un nuevo modelo económico democrático y que supere el rentismo es la mejor continuación de la Revolución Bolivariana, a ojos de muchos observadores y dirigentes. La verdadera antirrevolución sería someterse a unas instituciones cuyo objetivo es frenar los avances populares y devolverle poder a una oposición que ha intentado, desde el golpe de Estado contra Chávez en 2002, regresar a la república del punto fijo, esa que asesinó a miles de trabajadores y militantes izquierdistas y que tiene su cumbre en el Caracazo de 1989 (masacre militar de cerca de dos mil personas en apenas dos días). Antirrevolución defendida por José Antonio Pérez Tapias y tantos otros intelectuales de izquierdas que, desde sus altavoces mediáticos, añaden el contrapunto necesario para que los estridentes gritos de la derecha no nos parezcan lo que son: llantos de los de siempre al ver que se les arrebata el poder.
Una llamada tardía a la acción
A pesar de mi afirmación anterior no es el objetivo de este texto calificar de traidores a aquellos izquierdistas que consideran erróneas las acciones tomadas por el presidente Nicolás Maduro. La crítica dentro de la izquierda es necesaria, pues en su ausencia caemos en el riesgo de anquilosamiento de los procesos revolucionarios y de construir nuevas estructuras de opresión en sustitución de las antiguas. Sin embargo, es preocupante la ausencia de crítica hacia ciertos hechos, los que deberían ser mencionados por quienes pretendan denunciar una supuesta antirrevolución. 
Los acuerdos con empresas transnacionales para la explotación minera en el Orinoco, la privatización de parte de Petróleos de Venezuela (denunciada de forma oportunista por la derecha) y el proceso de renovación de pequeños partidos al que se opusieron muchos a la izquierda del chavismo, como el Partido Comunista de Venezuela, podrían indicar una deriva antirrevolucionaria similar a la del sandinismo, hacia una socialdemocracia con tintes conservadores y autoritarios; sin embargo, no se aprecian críticas al respecto en los medios españoles, sean tradicionales o alternativos, que suelen moverse entre el desprecio absoluto y las exigencias de moderación a los dirigentes chavistas, en vez de pedir que se continúe la vía al socialismo. Quizá se debe a la derrota cultural de la izquierda occidental, derrota que nace del abandono de su objetivo original: la superación del capitalismo.
Recientemente el término postcapitalismo ha empezado a leerse en artículos y ensayos para hablar del sistema al que nos dirigimos. El hecho de que no se pueda deducir la naturaleza de este futuro sistema a partir de su nombre (literalmente, “lo que viene después del capitalismo”) conecta con la afirmación del filósofo Slavoj Žižek de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Sabemos que el capitalismo se ha de acabar, pero nos cuesta imaginar cómo y, aún más, qué mundo vendrá después.
La mayor parte de la izquierda occidental dejó de pensar ese objetivo emancipador, la creación del mundo que vendrá después, tras el final de la II Guerra Mundial. El capitalismo de posguerra permitió durante décadas repartir riqueza a propietarios y trabajadores a la vez. Sin embargo, tras volverse dicho reparto insostenible a partir de los años setenta, la izquierda solo encontró sitio como gestora del neoliberalismo, perdiendo la confianza de la clase trabajadora y sentando las bases de la crisis de la socialdemocracia actual.
Los países latinoamericanos, sin embargo, vieron durante los noventa el nacimiento de una nueva izquierda emancipadora que prometió un nuevo socialismo. Quizá por ser demasiado parecida a lo que era la izquierda occidental previa a la II Guerra Mundial, fue despreciada por sus herederos, que calificaban a sus líderes de caudillos populistas, y ahora que entran en lucha abierta contra las clases dominantes de sus países son criticados por tratar de arrebatarles su poder, quizá por tener lo que a nosotros nos falta: un objetivo emancipador, el apoyo del pueblo, el control del Estado y el valor para enfrentarse cara a cara con sus explotadores.
La advertencia que prometí al comienzo de este texto y con la que concluyo el mismo es esta: las izquierdas europeas hemos perdido demasiado tiempo. Es necesario que, cuanto antes, empecemos a hablar de socialismo, de clase trabajadora, de organización obrera, de medios de producción, de modelos productivos y de las instituciones necesarias para garantizar el poder popular; no es suficiente con confiar ni en las reformas ni en las instituciones (justicia, educación, sanidad) que dentro del sistema del enemigo pueden volverse contra nosotros.
Tenemos que explicarle a una sociedad que durante años ha sido convencida de lo despreciable que es la izquierda latinoamericana (malos gestores, dictadorzuelos corruptos) de la necesidad de apoyar sus revoluciones, en vez de torcer el gesto o renunciar a ellos ante su mención. La izquierda jamás puede ocultarle la verdad a su pueblo: el ataque que soporta Venezuela es la reacción de los poderosos frente a la democracia, frente al pueblo que intenta gobernarse a sí mismo; la misma reacción que sufrimos durante la Segunda República Española, y la misma que sufriremos si algún día nos atrevemos a dar los mismos pasos. El pueblo venezolano, que a pesar de las penurias y la violencia participó en la votación para la Constituyente, ha entendido lo que esto implica, y esperemos que nuestro pueblo no tarde mucho en entenderlo: en Latinoamérica o en España, en todo ámbito de nuestra vida, la democracia solo es posible dentro del socialismo.
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Artua Gibilloarrate es estudiante de Economía y Matemáticas y responsable de Redes de la asociación universitaria Economía Alternativa

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