domingo, 5 de marzo de 2017

Antidesarrollismo vs decrecimiento

Antidesarrollismo vs decrecimiento






Por Miquel Amorós

El título de la conferencia puede parecer extraño, puesto que tales nociones en apariencia son cercanas. La confrontación de ambas ideas se entendería mejor si se presentaran como lo que realmente son, la crítica social actual del moderno capitalismo y una determinada fórmula de estabilización ecológico-administrativa del mismo. Las dos tratan sobre la crisis del régimen capitalista, pero una como enemiga y la otra como readaptadora. En efecto, el antidesarrollismo es uno de los apelativos que recibe la critica de la globalización capitalista desde la óptica de las luchas en defensa de los barrios y del territorio no urbano, mientras que el decrecimiento es un catecismo de orientaciones y medidas con el que afrontar la exclusión y hacerla compatible con ella. El primero tiene como eje la crítica de la ideología del progreso; el segundo, parte de una crítica al crecimiento ilimitado de la economía. Uno, es eminentemente negativo, cobra vida en el fragor de los enfrentamientos con el sistema al que pretende abolir; es fruto pues de activistas que teorizan. El otro es fundamentalmente positivo, nace en los despachos de la universidad y de la administración y, por consiguiente, es un producto de expertos y funcionarios que en absoluto aspiran a subvertir ningún orden. Las referencias del antidesarrollismo son la Asamblea AntiTAV de Euskalherria, la ZAD de Nantes, la movilización contra la central nuclear de Lemoiz o la ocupación de pueblos amenazados por la presa de Itoiz. El decrecimiento señalará en cambio las ecoaldeas, las monedas sociales, los grupos de consumo y las cooperativas integrales.

La crítica social contemporánea descubre en la acumulación ampliada de capital una necesidad de crecer arrolladora que condiciona y esclaviza toda la actividad humana, genera enormes desigualdades, agota los recursos naturales y destruye el planeta. Es antidesarrollista en cuanto que el desarrollo es el arma principal de capital y el responsable de su obra aniquiladora. Planta cara ante los nuevos problemas que se presentan, como por ejemplo, la destrucción del medio obrero de las ciudades, la erradicación de la agricultura tradicional y los saberes campesinos, la crisis ecológica, la función desestabilizadora de la tecnología en tanto que principal fuerza productiva y herramienta colonizadora de la vida, la imposible autogestión de una economía mundial terciarizada, la dificultad insuperable de organizar una clase sin conciencia de sí misma, en fin, last but not least, la fusión entre la industria y la vida, la política y la economía, el Capital y el Estado. Trata de forjar una teoría de la sociedad desde una perspectiva histórica de luchas que sirva para agudizar el sentido estratégico de sus rebeldes protagonistas. Quiere comprender y explicar la realidad yendo al fondo de las cosas, a la génesis histórica de los fenómenos sociales y los conflictos que evolucionan en contextos cambiantes a gran velocidad. Y no tiene otra finalidad que suscitar la creación de una fuerza social cohesionada capaz de derrocar el sistema de explotación y derribar el ordenamiento político, jurídico y social vigente. Se encamina a poner en marcha un proceso revolucionario.

El decrecimiento es una doctrina positiva que persigue un cambio de mentalidad en las masas y pregona unas prácticas “ambientalmente correctas” de producción y consumo dirigidas a la creación de islotes cooperativos dentro de la sociedad capitalista. Sus postulados son semejantes a los de otras propuestas como el crecimiento cero, la agricultura biológica, la soberanía alimentaria o la economía social. No adopta una postura beligerante con la política y las instituciones, que o bien ignora, o bien aprovecha, ni contra el mismo régimen capitalista, para el que busca una puerta de salida que no altere la paz y tranquilidad de las gentes. No quiere enfrentamientos, ya que su éxito no depende de la acción anticapitalista de una clase, sino de la fe que inspiran sus directrices salvadoras en los “objetores” al crecimiento, así como del altruismo que despiertan en los dirigentes. Su estrategia se reduce a predicar con el ejemplo y suscitar debate en todos los partidos, sindicatos, organizaciones ciudadanas y movimientos sociales. Se trata más bien de un cambio evolutivo desde dentro, limitado a los partidarios de la frugalidad adscritos a redes de intercambio. Constituye una fórmula de supervivencia marginal yuxtapuesta a los modos convencionales, pero sin competir con ellos. Sin embargo, llega a presentarse de manera grandilocuente como embrión de una sociedad autogestionada, base de un contrapoder popular o modelo de vida libre y soberana. Se supone que una progresión acumulativa de experimentos locales conduce en línea recta y sin desviarse un ápice de la vía no violenta hacia la autogestión mundial. Y si la palabra revolución sale a relucir, no se alude con ella a ningún cambio brusco, radical y violento en la política o la economía como pudiera ser por ejemplo la abolición del Estado o del dinero, sino al resultado de la aplicación pacífica, lenta y paulatina de los principios decrecentistas en sectores importantes de la producción. Siendo una creencia reciente, no se interesa por la historia más que para dotarse de una genealogía post festum confeccionada con patrones descontextualizados de experiencias mutualistas. Las cruentas batallas libradas contra la explotación no son de su incumbencia.

Crítica social revolucionaria y decrecimiento se desenvuelven en espacios diferentes, la una en el de la subversión social, el otro, en el de la construcción de una economía intersticial, ni pública, ni privada. La confusión se produce cuando algún autor intenta renovar la estrategia de un partido u organismo sindical mediante la amalgama de elementos críticos dispersos y recetas decrecentistas. En el medio libertario, la fórmula “sindicatos más cooperativas” vendría a ser un ejemplo de ello, que por otra parte no es nuevo, ya que ha sido objeto de discusión en diversos momentos de la lucha de clases. Es síntoma de retroceso y de ausencia de objetivos finales, típica de un periodo de extrema decadencia, donde el comunismo libertario ha dejado de ser un ideal cercano casi palpable y ha sido confinado en el limbo de las abstracciones. Los anarquistas seducidos por profesores de economía han perdido la memoria, lo que constituía su mayor patrimonio, su cultura y la brújula con que orientarse. En el siglo XIX, ya se planteó la disyuntiva en términos de “cooperación” o “resistencia”, o sea, de trabajo e inversión o huelga y sabotaje. No son polos que se excluyen mutuamente, pero conviene reafirmar que, si nos trasladamos al combate social, el lado negativo prima siempre sobre el positivo. Otra cosa sería “el día de después” de una revolución triunfante, cuando procediera la reconstrucción de un orden justo y equitativo. De todas formas, hoy, cuando el trabajo y el consumo de mercancías conforman la vida de casi toda la humanidad, es decir, cuando todo el mundo es trabajador y al mismo tiempo consumidor, es muy probable que la construcción de un sujeto colectivo capaz de negar su condición y enfrentarse a la clase responsable de ella no pueda realizarse en el mercado laboral en forma de sindicato o consejo, pero mucho menos lo hará en la esfera del consumo buenrollista bajo en aspecto de una cooperativa o una red de distribución. En las actuales circunstancias históricas tales estructuras son puramente formales y carecen de vida. Son medios a los que el pragmatismo ha convertido en fines. La cuestión social emerge en otra parte.

Nosotros los antidesarrollistas habíamos aplaudido la vuelta al campo en busca de una vida menos constreñida por la mercancía con tal de que no se separara de la defensa del territorio, tanto urbano como rural. Sosteníamos que, dada la dimensión extractivista del capitalismo global, el territorio cobraba una importancia mayor como factor de crecimiento, por lo que de su defensa podía surgir una comunidad de lucha con posibilidades de desarrollarse y radicalizarse. No solo la parálisis de cualquier operación proyectada (una central energética, una macrourbanización, una gran infraestructura viaria, etc.), sino la simple producción directa de alimentos esquivando los circuitos de la industria alimentaria, tocaba el corazón de la economía y cuestionaba todo el sistema de dominación, cosa que no sucedía ya en los conflictos laborales. El ejemplo almeriense del “mar de plástico” vendría a demostrar todo lo que un complejo agroindustrial es capaz en materia de destrucción ecológica, degradación social y corrupción política, máxime si viene del brazo de la especulación turístico inmobiliaria. Por otro lado, pensábamos que las relaciones de vecindad establecían lazos más fuertes que las relaciones de trabajo, fomentando así un espíritu comunitario no desdeñable. No obstante, tales luchas se han acostumbrado tanto a autolimitarse por cuestiones tácticas u otras menos honorables, que ya no cuestionan en lo más mínimo el sistema contra el cual pelean. Incluso acaban reforzándolo al controlar sus arbitrariedades más repugnantes. El chantaje de los puestos de trabajo a una población pobre y desmoralizada culminan el operativo. Véanse los derroteros circulares de las plataformas ciudadanas contra cualquier nocividad. En ese sentido, la defensa del territorio no se diferencia demasiado de las cada vez más inocuas disputas laborales. Si sacamos balance de tres décadas de resistencia territorial, los resultados son decepcionantes. La causa que motiva la inanidad creciente de la defensa del territorio es la misma que la responsable de la insustancialidad de las luchas por el empleo. Es una cuestión cultural.

Nos explicamos. Por cultura entendemos el conjunto de conocimientos, valores y normas que confieren a un grupo social una determinada sociabilidad y una identidad concreta. Así pues, hablamos de cultura obrera al referirnos a una determinada concepción del mundo y de la sociedad propia de la clase obrera, nacida en los albores del capitalismo y desarrollada en pugna con él. No tiene nada que ver con la gran cultura, de raigambre aristocrática y burguesa, pero mucho con la cultura popular urbana, de la que es heredera. Pues bien, la cultura obrera muere con la segunda revolución industrial, la que se extiende a la formación y la comunicación poniendo en pie grandes aparatos educativos y una verdadera industria cultural. Cuando la clase obrera deja atrás la penuria por un bienestar semejante al de las clases medias, abandona su modo de vida característico y adopta un estilo de vida consumista, perdiendo uno a uno todos sus valores morales y viendo cómo se desvanecen sus modelos de conducta tradicionales. El hedonismo, el utilitarismo y el encierro en la vida privada colman el vacío existencial provocado por la pérdida del sentimiento de pertenencia a una clase, dando al final un individuo aburguesado, narcisista, propenso a la neurosis, timorato y, por lo tanto, manipulable. Nos referimos a lo que hoy en día los dirigentes y sus lacayos denominan “ciudadano”. En el estado español el proceso comenzó en la última etapa del franquismo, con la televisión y el automóvil utilitario, culminando al final de los años ochenta del pasado siglo, los de la democracia felipista, con la propiedad de la vivienda y los primeros ordenadores personales. El desarrollismo típico de la Dictadura desbordó el marco clerical-fascista que encuadraba la cultura del poder, pero al mismo tiempo hizo trizas el marco obrerista. Los partidos y sindicatos legalizados hicieron el resto. La derrota del movimiento asambleario de los setenta y la generalización de la sociedad de consumo exterminaron la vieja cultura obrera, capaz de resistir la represión más feroz, pero incapaz de hacer frente a la falsa tolerancia paternalista típica del nuevo orden político y a la cultura del entretenimiento de masas sobre la cual dicho orden se asienta.

Mientras las perspectivas revolucionarias desaparecían, el capitalismo siguió su curso hasta socavar las bases sociales que habían asegurado su triunfo y trabar el desarrollo del amplio sector mesocrático. La revolución había sido conjurada por mucho tiempo, pero las clases medias no se resignan ahora mansamente al sacrificio: la formación de nuevos partidos y “confluencias” de izquierdas, nacionalistas o de derechas, indica que dichas clases juegan una última baza a favor de la partitocracia. El relativo éxito electoral les concede un papel en la gestión de la crisis a la vez que cierra su ciclo de protagonismo, más bien corto. En adelante la reacción mundial se pertrecha para una guerra que está librando en la periferia y de forma subrepticia en el centro. La represión se ha vuelto ciencia y doctrina ¿Cómo podría ser derrotada por unas masas sin voluntad ni determinación y cada vez más temerosas?

Empecemos atacando por el flanco. La crítica social radical entiende que sin la recreación de una cultura de lucha, de unos valores, unos ideales y unos modelos conductuales opuestos a los de la dominación, no es posible la reaparición de un sujeto autónomo anticapitalista. La revolución social es más que nunca una revolución cultural. No nos estamos refiriendo a la restauración modernizada de una cultura regional cualquiera que proporcione una identidad ficticia a la que asirse y dote a la opresión de un tinte folclórico localista. Tampoco a un hippismo friki como el de algunos decrecentistas. Aún menos a las elucubraciones posmodernas paridas en la universidad gracias a las cuales las nuevas generaciones se abastecen de ideas y representaciones seudorradicales con las que reproducen maquillado de rebeldía extrema el discurso posmoderno del poder. Hablamos de otra cosa. La combinación de la experiencia histórica anarquista, la propaganda por el hecho cotidiano y el ejemplo que hoy aportan las luchas de las comunidades pobladoras e indígenas latinoamericanas no tiene precio: la larga resistencia no hubiera sido posible sin una cultura vernácula que no se hubiera conservado vigorosa al paso de los años. En los países colonizados por el espectáculo cultural de la dominación, las luchas sociales, ocurran en el campo laboral, en el de la vivienda o en el territorio, han de ser lo bastante fuertes, radicales e independientes como para romperlo. Han de imponer condiciones que resulten favorables a la implantación y estabilización de una contracultura libertaria resistente y emancipadora. Sin embargo, eso no depende de la voluntad de unos cuantos, o de muchos, sino de la conjunción azarosa de diversos factores disolventes que en un escenario de guerra civil produzcan un colapso de la economía y un vacío de poder suficiente. Las crisis sucesivas de la sociedad capitalista indican que estas situaciones van a presentarse con mayor frecuencia. En ellas, los combatientes no habrán de esperar nada de este mundo y marchar dispuestos a todo en pos de otro, hecho a la medida de sus deseos liberados. Pero ¡qué época aquella en que sólo el desastre universal puede desencadenar una pasión constructiva realmente liberadora!



Miguel Amorós

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