jueves, 29 de diciembre de 2016

El año de los demagogos. Cómo 2016 cambió la democracia en occidente

El año de los demagogos. Cómo 2016 cambió la democracia en occidente

Fue un buen año para para los hombres fuertes que quieren agradar a la multitud y para los agitadores que se alimentan de las emociones y los prejuicios. Putin en Rusia, Trump en EE.UU., Erdogan en Turquía o Nigel Farage en el Reino Unido dieron la nota

El año de los demagogos. Cómo 2016 cambió la democracia en occidente
En retrospectiva, el Brexit definió 2016. Este fue el año en el que lo impensable se hizo posible, lo marginal invadió la corriente dominante y Donald Trump, un magnate de los bienes raíces y presentador de televisión, llegó a la presidencia de Estados Unidos.

En sus memorias "Presente en la creación" (1969), Dean Acheson, exsecretario de estado de Estados Unidos, describe cómo él y sus colegas "hombres sabios" ayudaron al presidente Harry Truman a construir un nuevo orden liberal basado en normas después de la segunda guerra mundial. Estaba basado en instituciones: la ONU, el FMI, el Banco Mundial y la OTAN.

En 2016, cuando Trump declaró que la OTAN era ""bsoleta" y su consejero Newt Gingrich describió a Estonia como un suburbio de San Petersburgo, daba la sensación de que estábamos presenciando la destrucción.
Acheson resumía el establishment de la costa este. Era diplomático, abogado y académico, un experto, por así decirlo. Este año, el establishment fue apaleado, los expertos fueron humillados. La mayoría no advirtieron el Brexit. Muchos dijeron que era imposible que ganase Trump. Michael Gove, uno de los principales partidarios del Brexit, describió la opinión pública: "La gente de este país ya tuvo suficientes expertos".

El Brexit y el triunfo de Trump marcan un momento revolucionario. No al nivel de 1789 o 1989, pero sin duda un repudio estruendoso del status quo. Hay quienes perciben ecos de la década de 1930, y ven a Trump como un fascista incipiente.

Fue un buen año para para los hombres fuertes: Vladimir Putin en Rusia; Recep Tayyip Erdogan en Turquía; Xi Jinping, ahora ascendido a ""rincipal" líder en China. Fue incluso mejor para los demagogos, los que quieren agradar a la multitud y los agitadores que se alimentan de las emociones y los prejuicios. En el año de los demagogos, muchos se disputaron el papel principal: Nigel Farage, ex-líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), padrino del Brexit y acólito de Trump; Rodrigo Duterte, un recién llegado al poder, que prometió asesinar a millones de drogadictos para hacer una limpieza en Filipinas; y el propio Trump, que no dejó por un momento de sorprenderse ante la magnitud de las multitudes que lo seguían.

Sin embargo, hacer una analogía con la década de 1930 es un error en muchos sentidos. La situación actual no se parece en nada a una Gran Depresión. La economía de Estados Unidos está cerca del pleno empleo. La economía del Reino Unido antes del Brexit registró un aumento del empleo de poco más de 2 millones desde 2010. El crédito fluye. Las ganancias de las empresas aumentaron. El problema es que franjas de la población, mayormente las personas que viven fuera de las grandes ciudades, no llegan a percatarse de la recuperación de la economía.

Los ingresos reales no crecieron en los últimos diez años. En Estados Unidos, el año pasado, 95% de los hogares aún tenían ingresos por debajo de los de 2007, según los expertos del Instituto de Política Económica. En Europa, el desempleo en la eurozona, especialmente en países como Grecia España e Italia, sigue siendo alto. Sin embargo, la riqueza del 1% con mayores ingresos ("unos pocos privilegiados", según el mantra de Theresa May) sigue creciendo.

Algo más profundo está ocurriendo en democracias avanzadas. Las fuerzas en juego son culturales, económicas, sociales y políticas, impulsadas en parte por la rápida evolución de la tecnología. Inteligencia artificial, edición de genes, autos que se conducen solos: el avance de todas estas tecnologías revolucionarias se aceleró en 2016. Cada una da mucho poder (el smartphone le ha dado una voz a todos), pero también es altamente perturbadora (el impacto de la inteligencia artificial en los puestos de trabajo apenas se ha empezado a sentir).

En términos políticos, el Brexit y el triunfo de Trump ponen de relieve la caída del sistema de partidos y el fin de la vieja división izquierda/derecha. La centroizquieda parece estar a punto de extinguirse. Este mes, François Hollande, cuyo índice de aprobación cayó a solo 4%, descartó la posibilidad de un segundo mandato. Jeremy Corbyn, el líder de extrema izquierda del partido Laborista opositor, tenía más que decir de la muerte de Fidel Castro que de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. Matteo Renzi, el reformador de centroderecha de Italia, perdió rotundamente en su propio referéndum de reforma constitucional y renunció de inmediato.

A la centroderecha conservadora o demócrata-cristiana le fue mejor, pero sigue recibiendo presión de una franja nacionalista que está en contra de la inmigración, desde Austria hasta Inglaterra, Francia, Alemania, Hungría, los Países Bajos y, cada vez más, Polonia. En 2016, fuimos testigos del nacimiento del "Cuarto Camino": una nueva clase de políticos nativistas, proteccionistas e inmersos en una nostalgia cultural que se ve reflejada en el "Que Estados Unidos vuelva a ser grande" de Trump.

El segundo acontecimiento es una desilusión generalizada entre las democracias occidentales ante la globalización, el fenómeno de posguerra marcado por tres tendencias: la desregulación de la década de 1980 durante la era Reagan-Thatcher, la Ronda de Uruguay de 1994 sobre la liberalización del comercio mundial, y la apertura de una economía de mercado en China. El progresivo abandono de los controles sobre el capital, los bienes, los servicios y el trabajo, resumido en el lanzamiento de un mercado único europeo y la moneda única, alcanzó su apogeo en el verano de 2007. En 2016, también vimos este período -llamémoslo "Globalización 2.0"- llegar a su fin.

El libre comercio es más difícil de vender a un público preocupado por la seguridad laboral y la amenaza competitiva de países en desarollo. Trump denunció el Acuerdo de Asociación Transpacífico entre Estados Unidos y 11 países de la cuenca del Pacífico y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Canadá y México. Hillary Clinton, alguna vez partidaria del libre comercio, cedió. Nadie refutó que el consumidor estadounidense, incluyendo muchas personas que votaron a Trump, compró productos baratos en Target y Walmart gracias a las eficientes cadenas de suministro mundiales y la mano de obra barata de los países en desarrollo. La hostilidad hacia el libre comercio fue un medio para obtener votos. Solo la presión de último momento del gobierno de la Región Valona en Bélgica salvó un acuerdo entre Canadá y Estados Unidos que llevó siete años alcanzar.

La libre circulación también está en duda. Europa ha recibido una ola de inmigración masiva de una escala no vista desde fines de la década de 1940. En 2016, el flujo de refugiados de Oriente Medio y el norte de África se contuvo, por un lado, gracias a un acuerdo negociado por Alemania con Turquía, pero cientos de personas viajaron (y se ahogaron) en la ruta traicionera del Mediterráneo central a Italia. Ataques terroristas, principalmente en Francia, intensificaron la inseguridad ciudadana en relación con los inmigrantes. Se creía que los gobiernos habían perdido en cierta forma el control, de las fronteras nacionales y la identidad nacional.
Esto explica el poder de la promesa de Trump de construir un muro "hermoso"" en la frontera con México, y la burla de Theresa May al multiculturalismo políticamente correcto: "Si crees que eres un ciudadano del mundo, eres un ciudadano de ninguna parte". Los leales al partido de Birmingham festejaron, pero la a cosmopolita Londres, hogar de cientos de miles de "extranjeros", incluyendo Mark Carney, el gobernador canadiense del Banco de Inglaterra, no le causó gracia.

El referéndum del Brexit expuso una brecha económica entre los ganadores y perdedores de la globalización, pero también una división cultural entre quienes están conformes con el ritmo del cambio, de la tecnología al matrimonio igualitario, y quienes quieren frenar el reloj y redescrubrir sus raíces étnicas, religiosas o nacionales.
El eslogan de la campaña del Brexit para dejar la UE, "Recuperar el control", fue simple y altamente eficaz entre las clases y generaciones. A los constitucionalistas les gustó la idea de recuperar la soberanía de manos de las instituciones europeas. A todos les gustó la idea de reclamar dinero a Bruselas y desviar los ahorros al Sistema Nacional de Salud británico (NHS, por sus siglas en inglés). Frenar la inmigración fue una medida exitosa para obtener votos. Sin importar que estas afirmaciones fueran profundamente engañosas (como lo fueron las afirmaciones de los partidarios de permanecer en la UE acerca de un desastre económico inminente en caso de votarse a favor del Brexit). A lo largo del año, los hechos fueron conceptos elásticos.

En 2016, el mundo se desayunó de "noticias falsas"", patrocinadas por activistas políticos pero también cada vez más por actores estatales y sus sucedáneos. La CIA acusó a Rusia de estar detrás de la filtración de correos electrónicos del Comité Nacional Demócrata, un intento escandaloso y descarado de interferir en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Trump descartó las afirmaciones tildándolas de ridículas, al igual que sus partidarios. A lo largo de este ciclo político, muchos parecían vivir en un universo paralelo donde los hechos permanecían enteramente subyugados a la opinión.

Scottie Nell Hughes, partidario de Trump y comentarista de la CNN, explicó: "Algo interesante de ver durante toda la campaña electoral fue a esas personas que afirman que los hechos son hechos... no son realmente hechos. Todos tienen su forma de interpretar los hechos como ciertos o no. Lamentablemente, no existe otra cosa más que los hechos.

Bienvenido al mundo de la política post-verdad, turboalimentado por tecnología como el smartphone. Un solo dispositivo permite a las personas proyectar en tiempo real una versión sin filtro de las noticias y opiniones (a menudo muy partidistas) a través de Facebook, Google y Twitter. En las elecciones estadounidenses, los periodistas, gozando una vez más de un alto nivel de confianza por ser el filtro de último recurso, fueron silenciados a gritos o señalados en Twitter como "asquerosos" o "débiles".

La campaña de Trump presentó a los "principales medios de comunicación" un desafío en una escala diferente. Su demagogia rompió todos los tabúes, calificando a los mexicanos de "violadores", omitiendo la diferencia entre los musulmanes tradicionales y los terroristas islámicos radicales y amenazando con llevar a prisión a su oponente demócrata.

Las cadenas de televisión, especialmente Fox News, de Rupert Murdoch, dieron a Trump mucho más tiempo de aire que a otros candidatos. "Puede que no sea bueno para Estados Unidos, pero es muy bueno para la CBS", declaró Les Moonves, jefe del grupo mediático.

Trump ganó atacando al Partido Republicano tanto como a su rival demócrata. Gastó casi nada de su propio dinero, menos de una fracción de los fondos de financiación de la campaña de Clinton. El suyo fue el triunfo de la marca.

Sin embargo, Clinton era una candidata profundamente débil en un momento en que los estadounidenses querían un cambio, no una continuación de la presidencia de Obama por otros medios o un retorno a las dinastías Bush o Clinton. Hillary tenía índices negativos muy elevados, al igual que Trump. A nadie le agradaba, nadie confiaba en ella y era evasiva. "Hillary, la torcida", el tweet firmado por Trump, tuvo motivos de peso para perdurar.

En este sentido, es engañoso sugerir que el típico partidario de Trump era un blanco enojado con los opiáceos de Virginia Occidental. Hubo gente educada que votó por Trump. Hubo mujeres que votaron por Trump. Como Salena Zito escribió en The Atlantic, los partidarios de Trump lo tomaron en serio, pero no literalmente. Por el contrario, los liberales, incluidos los medios de comunicación, tomaron a Trump literalmente, pero no en serio. De este modo se hace caso omiso del daño que el magnate pudo haber causado a la confianza pública en la democracia estadounidense. Trump vulgarizó el discurso cívico. Declaró corrupto el sistema político. Incluso puso en duda la legitimidad de las elecciones no una sino dos veces, negándose a confirmar que aceptaría el resultado si perdía.

La victoria de Trump acude en ayuda de los demagogos en espera en 2017, especialmente Marine Le Pen, que seguramente llegará a la segunda vuelta por la presidencia de Francia. Una victoria para Le Pen además del Brexit seguramente supondría el fin de la Unión Europea. Es posible que las elecciones en los Países Bajos también señalen un giro hacia la derecha. Incluso en Alemania, Angela Merkel, candidata a un cuarto mandato, se enfrenta al desafío de la derecha populista encarnada en el partido Alternativa para Alemania, que hará la tarea de formar una coalición gobernante mucho más difícil.

La política exterior de Trump, suponiendo que sus palabras se plasmen en hechos, también deja la puerta abierta al poder creciente de China. El abandono del Acuerdo de Asociación Transpacífico -un bloque geopolítico y un pacto comercial- perturbó a los vecinos de Japón y el Pacífico. La retórica antimexicana socavó el peso y dejó a los latinoamericanos preguntándose si Beijing es una apuesta más segura. Entre los países bálticos y Escandinavia, muchos están preocupados por la garantía de defensa de la OTAN ante el engrandecimiento de Rusia con Putin.

Durante más de dos siglos, Estados Unidos sirvió de faro para valores democráticos como el pluralismo, la tolerancia y el estado de derecho. En mayor medida, estuvo del lado correcto de la historia. En 2016, los estadounidenses votaron por primera vez en la Casa Blanca a un hombre sin experiencia de gobierno o militar previa. Al igual que el Brexit, fue una apuesta de alto riesgo con consecuencias totalmente impredecibles.
El prototipo del vencedor adoptado por Trump y su falta de respeto por los derechos de las minorías viola una piedra angular de la democracia y la sociedad libre, como se establece en el décimo de los Federalist Papers escrito por James Madison, uno de los padres fundadores. Su posición refleja la exigencia más extrema de los defensores del Brexit de que la "voluntad del pueblo" sea respetada a toda costa. Cualquiera que plantee objeciones -los medios de comunicación, la oposición o, de hecho, el poder judicial- corre el riesgo de ser calificado como "enemigo del pueblo".

Esto no se trata simplemente de un populismo que corre desenfrenado. Es una negación de la política misma, que, como nos recuerda el fallecido erudito Bernard Crick, es la única alternativa al gobierno mediante la coerción y la tiranía de la mayoría.
Quedamos advertidos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario