miércoles, 20 de julio de 2016

Economía de Guerra. Gastos militares, deuda, beneficio empresa Estado y capitalistas..El negocio del genocidio via impuestos..


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Economía de Guerra. Gastos militares, deuda, beneficio empresa Estado y capitalistas..El negocio del genocidio via impuestos..

 

 

Schumpeter, en un famoso artículo de 1918 titulado “La crisis del Estado fiscal”, estableció de forma magistral el nexo entre el ejército y el estado general impositivo.
Cuando el ejército se convirtió en una “exigencia común” el Estado se fue transformando, poco a poco, en esa hipertrofia que hoy conocemos, un modelo de imposición generalizada en el que la guerra (o su posibilidad) justifica un creciente gasto militar –GM– o, mejor aún, una completa y compleja militarización social. No es una exageración aseverar tal cosa; incluso en una situación como la que estamos viviendo, el GM –que es bastante más que el dispendio del Ministerio de Defensa– es de las pocas partidas que no sólo no menguan sino que aumentan. Como veremos, vivimos en un sistema económico que tiene por objeto mantener el funcionamiento de una de las actividades económicas indispensables para el país: la del llamado complejo militar-industrial, en el contexto de una peculiar economía de guerra.
Tener enemigos es lo de menos hoy en día, ya sea en el espacio o en el ciberespacio. El ejército basa su existencia en que hay que estar preparados para dar respuesta a potenciales amenazas y para disuadir a hipotéticos enemigos, aunque lo cierto es, y esto lo sabemos muy bien, que estas situaciones, si se quieren evitar, se previenen mejor en el terreno de la diplomacia y de la colaboración mutua que mediante la carrera de armamentos (pensemos, por ejemplo, en los atentados de Atocha, donde a todas luces se desvela cuán necesarios y operativos son los ejércitos y las policías: los primeros por inducir a la masacre –al contribuir al linchamiento de Iraq tras el famoso acuerdo de las Azores– y los segundos por no poder evitarla, pues la función de la policía no es otra que salvaguardar las leyes –injustas– y el orden –que se apoya en esas mismas leyes y que tiene como única garantía la utilización legítima de la violencia al por mayor).
Y es que quizá sea aquí donde resida la cuestión. En la actualidad se ha producido un desplazamiento de la esencia de lo que comúnmente hemos considerado militarismo: bien podría afirmarse que su verdadera razón de ser no es otra que “hacer caja” (y la constante amenaza de administrar esa violencia si es menester). El verdadero objetivo es desarrollar y vender productos, independientemente de que sean o no utilizados (desde armamento que nace obsoleto por los propios avances técnicos hasta los asientos contables que rentabilizan y amortizan el almacenamiento e, incluso, su reciclaje o destrucción).
La retórica de la Defensa Nacional y sus correlatos están dentro de la misma categoría: la metafísica. La Patria es una justificación más, un as en la manga que sirve, como muchos otros intangibles enemigos, para justificar lo injustificable. Las patrias las hacemos posible quienes pagamos impuestos. Por eso, lo verdaderamente importante es que la presión impositiva siga funcionando como hasta ahora, y que el flujo de dinero que va del erario a las empresas privadas sirva para mantener los privilegios del llamado “complejo militar-industrial” y de los pistoleros de las Fuerzas Armadas (179.000 militares en activo, más 84.000 guardias civiles), de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (70.000 policías nacionales) y de las comunidades autónomas y consistorios locales (80.000 policías locales y autonómicos).
Atrás han quedado aquellas exiguas definiciones del libertario francés Daniel Guérin, en su libro de 1936 “Fascismo y grandes negocios”, y de Eisenhower, de 1960. El actual complejo es una red amplia, como un cáncer formado por numerosos nodos: los militares, la clase política, sectores industriales, financieros, sindicatos, organizaciones tecno-científicas, universidades y una miríada de accionistas privados y públicos.
Y todo esto, mediante una redistribución concienzudamente diseñada, gracias a la cual, incluso los detractores formamos parte del entramado, constituyéndonos como verdaderos garantes de esa vasta red. No deja de ser una paradoja que todo este edificio, el del complejo militar-industrial-financiero-político-sindical, se sostenga en la obligación de pagar impuestos.
El gasto militar no para de crecer, y a su alrededor el cáncer se metastatiza y se propaga en las sociedades, que ven cómo poco a poco la faceta social del Estado se disuelve como un azucarillo mientras se configura una poderosísima estructura represiva y disciplinante.
Son los intereses de los integrantes de este complejo los que determinan la política de adquisición de armamentos, el gasto militar, la Directiva de Defensa Nacional, y la guerra, si es necesario. Los poderes públicos, además de financiar a la industria, aprueban o modifican constituciones, leyes y políticas de todo tipo con el objetivo de satisfacer esos intereses. En las fábricas, los trabajadores y sus representantes se manifiestan para pedir carga de trabajo, echan las horas extraordinarias que haga falta y compran acciones de estas empresas.
Aunque los gastos del Estado son un exceso —se miren por donde se miren— no es lo mismo gastar en sostener este dispendio que en inversiones socialmente útiles. La industria de guerra es improductiva por mucho que se empeñen en decir que la I+D militar repercute positivamente en diversos usos civiles. Nos enfrentamos a una creciente militarización de la economía, a una extensa red que coopta el gasto, genera Deuda Pública y obliga a que queden subordinadas las demás necesidades.
La economía está al servicio de la guerra tanto como la guerra está al servicio de la economía: un entramado ideal de anulación sistemática de los límites en una suerte de ciclo ininterrumpido. La acumulación de capital militar, el recurso a la guerra como forma de activar la economía, y como laboratorio, la apropiación de la ciencia para ponerla al servicio de esta lógica, la subsunción de la producción civil bajo la militar, la conversión de la clase política y de la clase obrera en gestores, impulsores y colaboradores del complejo, la participación del conjunto de la sociedad a través de la compra de títulos, de la confianza depositada en los bancos que las sostienen, etc. hace difícil identificar a los “enemigos”.
Durante decenios, numerosas investigaciones acerca del GM han ido desvelando que lo que el Estado reconoce como gasto es, cuando menos, la mitad de lo que verdaderamente se dilapida. De puertas adentro los GM no resultan simpáticos –a nadie le parece normal que “no haya dinero” para la educación, la sanidad, las pensiones, y otros gastos de carácter social–; de puertas afuera, es importante que el Estado aparezca como un ente que cumple sus compromisos con sus socios –OTAN, UEO, PESD…–, aunque maquillando las cifras para no parecernos a esas “repúblicas bananeras” –o monarquía platanera, que sería nuestro caso– que tanto nos gusta criticar y ante las que nos postramos si de vender nuestros juguetitos militares se trata.
Esta estrategia de utilizar el conjunto del erario para configurar un GM tuneado es una práctica muy común en las economías del llamado Primer Mundo –¡Ay! ¿Dónde quedan ahora estas categorías?–. Eso sí; si de lo que se trata es de señalar a un potencial enemigo –léase, por ejemplo, la percepción de amenaza que los EE.UU. tienen del GM de China–, los expertos militares dirán que el presupuesto oficial de los orientales apenas representa una cuarta parte de su gasto real, pues camuflan las cifras: China miente.
Según el SIPRI [1], los EE.UU. tuvieron un GM en 2010 de 687.000 millones de dólares. Sin embargo, la War Resisters League [2] cifra este gasto en 1,45 billones [3], esto es, un gasto superior en un 111%.
El mismo instituto dice que para ese año el GM del Estado español fue de 11.596 millones de euros y que tuvo un peso sobre el PIB de poco más del 1%. Afortunadamente, disponemos de una larga tradición de lucha antimilitarista que, entre otros frentes, se ha dedicado a desvelar los verdaderos entresijos del GM español (y el de Euskal Herria [4], lo que nos permite saber que hay mucho oficio a la hora de falsear las cifras. Según el Centre d’Estudis per la Pau J.M. Delàs [5], el GM inicial de 2010, aplicando el criterio del SIPRI, fue de 17.035 millones de euros (un 46,9% más del admitido oficialmente), y tuvo un peso sobre el PIB del 1,73% (un 0,73% más). Si tenemos en cuenta que el GM consolidado (el final, para entendernos) es, al menos, un 10% superior al inicialmente previsto (siempre se gasta más, lo que genera déficit que ha de ser financiado con Deuda Pública), tendremos, siempre que sigamos el criterio del SIPRI, un GM que se acerca a los 19.000 millones de euros, lo que supone un aumento del 61,6%, algunos miles de millones más de lo oficialmente admitido.
Entonces, si el SIPRI estima que el GM mundial en 2010 fue de 1,63 billones de dólares, podríamos asegurar, sin rasgarnos las vestiduras, que debe andar en torno a 3 billones de dólares –¡sólo EE.UU. gasta 1,45 billones!–. Como podemos ver, para algunos dispendios sí hay recursos.
La Defensa se está privatizando, y no hace falta pensar exclusivamente en las compañías de seguridad privadas (como Segur Ibérica) que custodian los atuneros en el Índico. Se está privatizando con el dinero de las arcas del Estado, para que un exiguo grupo de empresas (las cuatro que se llevan el 80% son EADS, Santa Bárbara Sistemas, Navantia e Indra) sientan cuán rentable es la industria militar. Reciben dinero para empezar a funcionar, a devolver (si es que lo devuelven –pensemos en los 37.000 millones de deuda de los llamados Programas Especiales de Armamento) sin intereses (para ellos, pues el dinero nunca es gratis –aunque ya lo hayamos pedido– y los intereses que no se les cobra a las empresas se contabiliza como déficit, tarde o temprano Deuda Pública) cuando hayan terminado la producción (a la que imputan sobrecostes por las razones más espurias), y con la garantía de que el comprador –el Estado– siempre va a satisfacer las demandas de los militares y de las policías, para que la fiesta no pare.
Si quieres triunfar, el asunto está claro: monta una empresa de “tecnología de aplicación para la defensa” y asóciate a la patronal del ramo; ve a cualquier Universidad y contrata con el peor modelo que te permita la ultimísima reforma laboral a los mejores cerebritos de los numerosos convenios de investigación y desarrollo firmados con Defensa; unos cuantos ingenieros –e ingenieras, que no se trata de discriminar, como en las FF.AA.– te hacen un proyecto, untas a quien haya que untar y a fabricar, incluso bombas de racimo, que si luego te dicen que está prohibido le exiges al gobierno que te indemnice, aunque sea de forma diferida a través de empresas amigas. Y luego a vender: una feria aquí, otra allá, una foto con el Rey y a proyectarse en los mercados –con ayuda de las oficinas de exportación y las leyes creadas a tal efecto–. Y para hacer redoble, evitando pagar impuestos –para eso ya están los pobres y las clases medias, que son quienes hacen posible todo este tinglado–. ¡Quién sabe! Igual acabas siendo ministro de Defensa…
Los balances de las empresas no han dejado de crecer en estos cuatro últimos años, como tampoco lo han hecho las exportaciones, aunque sea vendiendo a países que vulneran los Derechos Humanos –¿y qué país no lo hace?– falseando epígrafes para vender armamento, munición y material policial como si fuera para practicar algún tipo de deporte, y mediante triangulaciones –aunque sirvan para armar a todas las partes en conflicto, que no está el tema para ponerse exquisito; ¿cómo sino le han concedido a la UE el Nobel de la Paz?
Al loro: con nuestros impuestos se financia el GM, que nunca da abasto; al gastar más de lo que le encomiendan, genera déficit; para financiar el déficit se emite Deuda Pública; solicitamos dinero que nos prestan los mercados u otros Estados que está sujeto a unos intereses –ahora muy altos, pues el Estado está cerca de ser considerado una basura–, por lo que debemos el dinero prestado y los intereses; para pagar los intereses de estos préstamos tenemos que pedir más préstamos, y así hasta la suspensión de pagos, pues, ¿qué es el Estado sino una empresa? Todo para que un reducido grupo del sector privado que produce “tecnologías para la defensa”, venda a nuestro Estado (sí, es nuestro; somos quienes lo hacemos posible) y a otros Estados, que falsearán sus cuentas de GM, generarán déficit que financiarán con Deuda Pública… ad infinitum.
Desde el inicio de la llamada crisis, la Deuda Pública se ha duplicado; ojo con esto, pues uno de los conceptos de GM es la imputación de los intereses de la deuda, justificado, evidentemente, en que el GM siempre es mayor que lo que inicialmente se presupuesta, déficit que ha de ser financiado con emisión de deuda; si la deuda ha crecido en estos años y el GM también lo ha hecho, y si financiar la deuda nos cuesta ahora más que antes porque los intereses son mayores, la imputación de los intereses de la deuda por GM ha tenido que crecer mucho del 2009 hacia acá.
El déficit es condición necesaria del capitalismo, que por definición es un sistema que genera deuda; la deuda es un instrumento financiero que permite a los grandes capitales incrementar las ganancias de forma exponencial en un período de tiempo muy corto y con unas enormes garantías –el deudor es el Estado, formado por millones de contribuyentes–. La lógica del beneficio ya no está en el segmento dinero-mercancía, sino en el de dinero-dinero´[prima].
Es indudable el impacto que sobre la Deuda Pública tienen los gastos militares, pues son gigantescas operaciones de destrucción económica a muy largo plazo, antes, durante y después de la “crisis”. ¿Cómo explicar que la Deuda soberana mundial, en porcentajes, sea casi un calco del GM mundial?
En estos tiempos que corren, en los que se escucha cierto ruido de sables, la lucha contra los profesionales de la violencia exige toda nuestra determinación.
John Doe.

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