viernes, 22 de enero de 2016

Análisis | El inquietante legado de la Guerra Fría


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Análisis | El inquietante legado de la Guerra Fría

Pilar Bonet
El fallo del tribunal británico según el cual el presidente de Rusia, Vladímir Putin, podría estar involucrado en la muerte del exagente de Servicio Federal de Seguridad (FSB) Alexandr Litvinenko, se produce en un clima de confrontación acrecentado en los últimos años entre Rusia y Occidente. Pero, más allá de este asunto concreto, los poderes fácticos en Rusia están controlados hoy por los chekistas, los funcionarios formados en el KGB (Comité de Seguridad del Estado) de la Unión Soviética y su heredero, el FSB. Chekistas son Putin y la gente de su confianza, dedicada a la defensa de la patria frente a sus “enemigos”, siguiendo modelos acuñados en la época de la Guerra Fría. A los veteranos, que estudiaron o trabajaron con Putin en Leningrado o durante su época de espía en la República Democrática Alemana, se les han unido jóvenes deseosos de hacer carrera y méritos en cuerpos muy bien pagados, respetados y temidos, gracias a la sensibilidad del presidente.

Los cuerpos de seguridad rusos siguen rigiéndose por inercias, métodos y patrones del pasado y no se someten al control de la sociedad, lo cual sería un problema si los dirigentes del Estado aspiraran a una democratización, entendida de acuerdo con los baremos del Consejo de Europa, en el que Rusia ingresó en 1996.
Un oficial del KGB de la URSS que pasara información al “enemigo” (y Occidente era el enemigo), hubiera sido considerado como un traidor en su antigua “casa madre” y muy probablemente condenado a muerte en secreto; ejemplos hay en la historia soviética, pues la pertenencia a los servicios de seguridad en aquel Estado no era una profesión de la que se pudiera abdicar, sino una condición de por vida. Desde esta lógica y si las tradiciones siguen vivas, la muerte de Litvinenko encaja en las leyes de un cruel género, todavía vigentes.
Ser espía en la URSS era una profesión de la que no se podía abdicar, sino una condición de por vida
El enquistamiento de los órganos de seguridad en los viejos castillos de la Guerra Fría frena el desarrollo de la sociedad civil y la apertura de Rusia al mundo, al proyectar una sospecha generalizada sobre todo aquello que o bien es extranjero o no es controlado por quienes se atribuyen el monopolio de la seguridad del Estado, entendida de forma monodimensional. Los órganos de Seguridad controlan —y vetan— los contactos de los funcionarios rusos con extranjeros, incluso con representantes de las organizaciones humanitarias más transparentes, y deciden quién debe ser expulsado por “indeseable”. Los servicios de seguridad imponen su criterio a otras instituciones del Estado, como el Ministerio de Exteriores o los institutos de Investigación y las universidades, por ejemplo.
El comportamiento político de la “corporación” de los chekistas del siglo XXI fue descrito por uno de ellos, Víctor Cherkésov, en 2007 en el diario Kommersant. Cherkésov, que fue el representante del presidente Putin en el distrito del Noroeste de Rusia, dibujaba tres posibles evoluciones del grupo corporativo llegado al poder en 2001. La evolución óptima, opinaba, era contribuir a desarrollar la sociedad civil. Otra posibilidad era un cambio gradual que entrañaba el riesgo de corporativismo negativo y el peligro de caer en “un nuevo feudalismo” y evolucionar como las “peores dictaduras” latinoamericanas. El tercer camino, “incompatible con la vida”, según Cherkésov, era “repetir los errores catastróficos” que precedieron al fin de la Unión Soviética.
El pasado es parte del presente hoy en Rusia y sus relaciones con el mundo. Prueba de ello es que los archivos de las instituciones de seguridad de la URSS, desde 1917 a 1991, seguirán cerrados treinta años más, según una decisión tomada en 2014 por la comisión intergubernamental de defensa de los secretos de Estado. Habrá que esperar pues para conocer todos los detalles de las ejecuciones en el extranjero.

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