viernes, 30 de octubre de 2015

Rusia, metapolítica del otro mundo (III)



Rusia, metapolítica del otro mundo (III)






Proseguidmos la serie. Ahí va la tercera entrega.



Adriano Erriguel





ADRIANO ERRIGUEL



1917: revolución nacional, revolución bolchevique
Para desgracia de todos los burgueses
Un incendio mundial provocaremos
Un incendio mundial lleno de sangre
¡Que el Señor nos bendiga!

Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el comunismo, por el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el significado profundo – el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos consideran que la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una epidemia y Rusia la víctima. Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales como Alexander Solzhenitsyn –, la de los patriotas conservadores y la de los ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es también la opinión de los liberales rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de “psicología de los pueblos”, consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo “predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está en consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis clásica de los rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta predisposición hacia las soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la verdad reside posiblemente en algún punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde Europa a Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de prevalecer en los confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias al genio estratégico y táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta bolchevique hubiera podido provocar el cataclismo que provocó si no hubiera engarzado, al mismo tiempo, con componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la devoción cuasi religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el terreno abonado de una serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo intentar “expulsar” al marxismo de la revolución de 1917. Pero sí parece razonable pensar que la revolución – como señala el historiador Richard Stites – “tomó sus mayores formas espirituales, mentales y expresivas de la colisión y colusión entre las grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las del pueblo, las del Estado y las de la intelligentsia radical”.[1] En este sentido sí habría un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia interna que el teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el no ver en nuestra historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al examinar las cosas con más atención se observa que aquello que en la superficie parecía una ruptura, manifiesta en lo profundo una gran continuidad. El período soviético representa, desde esta perspectiva, una etapa legítima de la historia nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de un complot extranjero. Desde muchos puntos de vista fue el producto de una elección histórica del pueblo”.[2]
¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de desarrollo urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y burguesa de febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia parlamentaria, en un país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de febrero no hacía más que acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por los zares – en sus aspectos económicos, sociales y culturales – desde la época de Pedro el Grande. ¿No sería la revolución bolchevique, en su sentido profundo y metapolítico, una reacción a este intento? ¿No sería la revolución socialista la emergencia traumática de un atavismo ruso mal reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el espíritu de su tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos revolucionario de San Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su frente aparece Jesucristo. El bolchevismo, o la primera religión política de la modernidad. La sed de absoluto, la esperanza escatológica, el alma mesiánica de la vieja Rusia encontraba una nueva fe. La revolución socialista se revestía de un aura sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos. El sueño de la Tercera Roma revivía – como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera Internacional, el nuevo sacro imperio sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos occidentales, un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado – señala Alexander Duguin – el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro lado la realidad de las masas rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales desde la óptica inconsciente del espíritu nacional ruso”.[3] No cabe hoy duda de que fue finalmente esa nacionalización de la ideología comunista la que hizo posible la consolidación del régimen. Disipada la promesa idílica de un paraíso comunista fue finalmente el patriotismo soviético – es decir, la metamorfosis del patriotismo ruso – el gran instrumento legitimador del “socialismo real” entre las masas populares.
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de corte racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del pasado pretendía hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la sociedad. Pero fue una ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y centroeuropea, actuó de hecho como un ralentizador de la estandarización del mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad. Una modernidad que, de manera inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización occidental. Los resultados del “socialismo real” fueron contradictorios. Una modernidad caótica – según la definición del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos puramente materiales – expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió en seis décadas el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar fue alto en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos, de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los resultados fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo unas décadas. Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en pautas que, en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas de arcaísmo. En primer lugar la primacía otorgada al Estado – o más exactamente al Partido-Estado – sobre lo económico. Es decir: la primacía de lo político. En segundo lugar el mantenimiento de una ideología igualitarista fundada sobre la promoción política de una “vanguardia” surgida de las clases populares (obreros y campesinos) y convertida progresivamente en la nueva élite privilegiada. En tercer lugar el papel asignado a la cultura clásica como ideal estético – el “realismo socialista” – por oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale” contemporáneo. En cuarto lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de “orden moral” cuando, en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la desacralización, la blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[4] En quinto lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más plural y menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas – de lo que la propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos con el capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el socialismo a la hora de destruir los valores sociales heredados de la premodernidad. Igualmente ha sido mucho más eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista de unificación del género humano. ¿Qué otra cosa es sino la globalización neoliberal? Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo comparten las mismas raíces ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el materialismo, el paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también notables diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha filosófica entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la interpretación que daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental se presenta ante todo como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un discurso muy poco difundido en Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène Laruelle – afirmaba que la URSS estaba animada por la amistad entre sus pueblos y por un internacionalismo hacia el exterior. El “racismo” era una “ideología burguesa”, un fenómeno propio de los países capitalistas – la segregación racial en Estados Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los pueblos que componían la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del hombre, sino en la idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o antinacionalista soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la nacionalidad o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la hospitalidad del pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.[5] En resumen: frente al universalismo como igualitarismo (propio del mundo occidental) se alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto reside en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra cosa que no sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el trabajo como plusvalía, el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra rechaza toda obligación exógena de orden trascendental”.[6] En otras palabras: el capitalismo es un nihilismo de lo efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de expansión ilimitada que no conoce ninguna barrera. En este sentido el comunismo soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí se autolimitaba, en cuanto sí se remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su discurso oficial destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista – muchos valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del pudor y la decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres y maestros, el fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la exaltación del heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No en vano ya apuntaba Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente revolucionario es el capitalismo, no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la historia”. Una metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que el estancamiento social que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera como efecto indirecto – preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la modernidad y derrotar al capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-económica de la productividad – el comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al mantenerse de facto apartado de la modernidad e impedir la americanización de las sociedades, hizo posible al menos preservar un legado. El caso de la religión es un ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en cuanto casi siempre genera una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente y nihilista de la sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante más religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a los experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia sea, hoy por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales amenazados.
Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el “socialismo real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con un fracaso sin paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra civil, supresión de libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas, genocidios, purgas, deportaciones masivas de poblaciones, un universo de campos de concentración y un total estimado de 20 millones de víctimas, solamente en la Unión Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría de la población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los ajustes de cuentas retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos victimarios que son la especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de sumisión? ¿Fascinación – como decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el despotismo? La realidad es bastante más compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria afectiva de la población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una victoria. La victoria frente a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el que Rusia ofrendó 27 millones de muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea cuál sea su edad, su condición o sus convicciones políticas o religiosas – forman una unidad sin fisuras. La de 1941 fue una invasión de una brutalidad sin precedentes.[7] Una agresión planteada como una guerra racial; como una guerra de conquista exenta de las normas humanitarias del derecho de gentes que sí se respetaron en el frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática oficial (comunismo, antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara para ceder el paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a los ojos rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época soviética y la redime de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias rusas (aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o indirecta, de sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena parte de la población rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para aquella época de sangre y de hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder del gran salto adelante, de la transformación de un país aislado y subdesarrollado en una potencia nuclear en condominio con los Estados Unidos. Y eso es algo que, inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con independencia de su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación personal y apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático que es casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad rusa, no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de deconstrucción posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus episodios configuran un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad nacional. ¿Idealización de la historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las páginas negras y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas ante la propia historia. La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas y son objeto de debate público, pero no conforman por sí solas políticas oficiales. Éstas ponen más bien el foco en aquellos elementos en los que, más allá de las polémicas y divisiones, todos los ciudadanos pueden verse identificados. Lo cual se acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia: el patriotismo que considera a la nación no como una adición de individuos o intereses particulares (patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes, actuales y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato (patriotismo constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable de la existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado – la Europa postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su lógica. Porque, ¿qué es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia del devenir como tragedia, y no los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos de turno?”[8]
Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo serían muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo – como un castigo divino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski también había afirmado que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por una Rusia templada en el sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en la más dura de las pruebas. ¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar de la agudeza de muchas de sus intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita cultural, abonarnos a esa visión providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia histórica del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de la modernidad, hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de forma involuntaria o inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema que pretendía unificar al género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar paso a un grupo de Estados que, en pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos. ¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las moralinas retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-providencialistas, quizá sólo podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene ningún sentido. O que si lo tiene, éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel que el curso de los acontecimientos es astuto, ladino, y que sigue su propia lógica, jugando para ello con los sufrimientos y con las pasiones de los humanos. Al final, extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta astucia de la historia.
Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se lamentaba de que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en sus emisiones dirigidas a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las estrellas del pop, deportes, ocio, publicidad comercial y maravillas de la sociedad de consumo, en vez de emitir sólidos alegatos anticomunistas, denuncias contra la tiranía soviética y misas ortodoxas.[9] Con lo cuál el autor de Archipiélago Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor disidente no veía es que, en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente esas trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una “colonización de la vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a toda costa en la guerra cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el último gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del Occidente que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez de ensalzar el “mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo que en realidad era: un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de la democracia occidental, de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una dignidad y una altura moral insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment,Solzhenitsyn denunció lo que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a enfrentarse. Y expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo al “mejor de los mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque él, que había pasado por la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y por el cáncer, había regresado de la casa de los muertos y era indestructible. Tras haber sobrevivido al matadero soviético no tuvo reparos en denunciar el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un sistema deshumanizador en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los encadena al servicio de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de confort y de seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas; sus sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era desmesurado, y en eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su indiferencia a la “felicidad”; en su énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus ideas sobre el sentido purificador del sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una visión medieval del mundo: la Verdad preexiste, pero no se revela más que en el relámpago ardiente de la prueba. Podría hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de Dios: la historia es para Solzhenitsyn una ordalía”.[10] Al igual que Dostoyevski, fue en la prisión y en el exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus ancestros. Allí se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde Aristóteles, defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y estético. Acercarse a ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico progreso; y eso – como defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una responsabilidad personal e intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del totalitarismo marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier preocupación por la trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la muerte. En este punto el análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano Daniel J. Mahoney – es muy parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura de lo “cotidiano ordinario”: aquella en la que los hombres, perdidos en el conformismo de lo que se les dice, evitan toda confrontación directa con su finitud. En tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se produce una “nivelación de todas las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones últimas hace que para Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía liberal; una utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o morales.”.[11] Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente soviético acogido por Occidente con todos los honores...
Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de ambos mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en desacuerdo con el mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio Nóbel, Solzhenitsyn afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos empobrecería tanto como si todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con una misma personalidad y con un mismo rostro”. La suya es una interpretación del hecho nacional que “se aleja del credo cívico republicano y de las fórmulas contractualistas tributarias de las revoluciones americana y francesa, pero que también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de la identidad nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney – en una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño divino”. Una visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y legalista que es la doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad nacional a una mera aceptación de formas políticas procedimentales”.[12]
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia norteamericana o suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per se. Lo que sí hizo fue denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros del fundamentalismo democrático, del desbordamiento de la democracia a dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas ideas que se enfrentan al discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción tecnocrática de la política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no tiene más objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas – ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias (tales como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los disidentes había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y partidario de una gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto occidental), mientras que Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los doctrinarios liberales que denunciaban su persona y sus escritos desde un mismo espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas palabras, simétricamente”.[13]
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático occidental, de una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en Rusia y cuya persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la incapacidad de los rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una predisposición existencial de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es fundamentalmente un Homo Viator, peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo que “el hombre ruso está llamado a resistir mucho mejor que los otros a la uniformización y los condicionamientos inherentes al 'progreso’ ”.[14] Resistir, esa parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta capacidad de resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la predestinación y de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino continuador de Dostoyevski. Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que, frente al terror más implacable, mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era soviética hizo posible, al menos, la forja de tales hombres.




[1] Richard Stites, Revolutionary dreams, Utopian vision and experimental life in the russian revolution. Oxford University Press 1989, p. 3.

[2] Alexander Duguin, L'appel de l'Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar Éditions 2013, p. 63.

[3] Alexander Duguin, Obra citada, p. 34.

[4] Claude Karnoouh, L'Europe de l'Est à l'heure du désenchantement. En Krisis nº 13/14, Avril 1993, p. 122.

[5] Marlène Laruelle, Le nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre. L'Oeuvre Editions, 2010, p. 67-68.

[6] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 124.

[7] Las invasiones polacas de 1605-1610, la invasión sueca de 1709 y la invasión de Napoleón en 1812, con toda su brutalidad, no tienen parangón con la invasión nazi de 1941-1945.

[8] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 108. La corrección política europea tiene también algo que ver con cierta mala conciencia soterrada. Es imposible obviar que buena parte de la Europa continental – o de amplias capas de su población – mantuvo connivencias de diversos grados con la Alemania nacionalsocialista en la época de su apogeo. Algo que difícilmente podrá achacarse a la Unión Soviética, un país que p.ó un tributo de 27 millones de muertos en su lucha contra el nazismo (el pacto germano-soviético de 1939 debe interpretarse, en este sentido, como una maniobra estratégica para ganar tiempo). Una cifra muy elocuente que aclara donde se desangró en realidad la Wehrmacht y quién ganó en realidad la Segunda Guerra Mundial – a pesar de que Hollywood siga intentando hacernos creer otra cosa –. No es extraño que la obsesión europea de la corrección política y del antifascismo retrospectivo sea totalmente ajena a la cultura política de Rusia, un país que en materia de antifascismo no tiene nada que demostrar.

[9] Alexandre Soljenitsyne, L‘erreur de l‘Occident. Grasset 2006.

[10] Georges Nivat, Soljénitsyne, Seuil 1980, p. 108.

[11] Daniel J. Mahoney, Obra citada, p. 67.

[12] Daniel J. Mahoney, Obra citada, , p. 193.

[13] Jean-Francois Colosimo, L’Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski. Fayard 2008, p. 331.

[14] François Maistre, „Le panslavisme a la vie dure“, en Éléments pour la civilization européenne. Printemps 1986, nº 57-58, p. 35.

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