viernes, 30 de octubre de 2015

Rusia, metapolítica del otro mundo (II)


Rusia, metapolítica del otro mundo (II)






Proseguimos hoy la serie sobre Rusia, con la segunda de las ocho entregas de que consta.



Adriano Erriguel




ADRIANO ERRIGUEL




¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la barbarie asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese estereotipo sigue latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es periódicamente reactivado. Por definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De dónde surge esa retórica? ¿A qué obedece su persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un desencuentro de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de forma propia, se ha enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una contramodernidad alternativa?
Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras napoleónicas, a partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese discurso fue sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda anglosajona, en el contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el control de Asia central – el “Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen de una Rusia autocrática sumida en el oscurantismo y la tiranía perduró hasta la revolución de 1917. A partir de entonces el comunismo – asimilado a la barbarie y despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de ese país, convertido en paradigma del totalitarismo frente al mundo “libre”. Con diferentes altibajos esa imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen turbia de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental de Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una barrera defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades de algunos de sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente – encuentran dignos parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años. Pero es a partir de la edad contemporánea cuando la historia se cuenta sistemáticamente a medias. Fue la moderación del Zar Alejandro I la que hizo posible que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara como potencia de primer orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un concierto europeo que, con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente. El imperio zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio multinacional, tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios conquistados fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales de muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero en ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban de una guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la independencia de los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias occidentales – interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los ejércitos rusos expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de instituciones democráticas y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse que, durante la mayor parte del siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia estuvieran a años luz de las que estaban a la orden del día en muchos países de Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde, hecho de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa: una ebullición de ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras penas lograba controlar. La gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión dialéctica con Europa; una relación de atracción y de rechazo que se acompañaba del sentimiento de formar parte del mundo europeo, entendido en un sentido amplio. Y con particular celo mesiánico – señala la historiadora Vera Tolz – “los intelectuales rusos decidieron que la salvación de los auténticos ideales europeos constituía la misión histórica de Rusia”. [1]
Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir que Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa.
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba el filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin Leontiev no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura más que los europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea contemporánea, su espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición a las grandes tradiciones y legados del pasado de la cultura europea”.[2]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha entre dos tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el propio suelo europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de espíritu fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta contra ese mundo moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en toda una gama de tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de Nietzsche – añadía Berdiaev – con su sueño apasionado de una cultura trágica, dionisíaca, fue una propuesta vehemente y enfermiza contra el espíritu triunfante de la civilización europea. Este problema es universal y no puede ser explicado como un problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el problema de la contraposición entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa como en Rusia, tanto en Occidente como en Oriente.”[3]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para todos los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el historiador Steven G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el imperialismo estaban arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida tradicionales. O como escribía Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la sensación de “sentirse en casa” en el mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa, enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la opresión, de la pobreza y de los males de su existencia a un Occidente tan todopoderoso como profundamente detestado. Para todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la resistencia frente a la civilización occidental”. [4]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el tren del progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su paridad de gran potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito de la modernidad. Y el universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro, empezó a tomar conciencia de los efectos colaterales de este proceso. Los intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas contra la modernidad occidental, con sus gobiernos representativos, su economía capitalista y la primacía de una clase media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es extraño por tanto que en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y artistas desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada por el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades intelectuales que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y a sus valores”.[5]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa resistencia frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también a moldearla. Se sentaron así las bases de una modernidad alternativa.
¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al movimiento que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el tránsito del siglo XIX al XX. En realidad el modernismo es una mutación del romanticismo: una corriente que puede definirse como una crítica de la modernidad en nombre del pasado, como una protesta cultural contra la civilización moderna, industrial y burguesa.[6] En el modernismo, en sentido amplio, caben una multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo, irracionalismo, surrealismo – que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de liberación de la conciencia individual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración racionalista y la religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más intensidad volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una corriente de afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que reivindicaba la parte irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo sentían al menos sus espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes – decía Dostoyevski –, ese pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar. Alemania jamás hubiera querido unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni en sus principios”. Thomas Mann subrayaba también la proximidad espiritual y metahistórica entre Alemania y Rusia. En su obra Consideraciones de un apolítico el autor de La Montaña Mágica recurría a Dostoyevski – y a su crítica del Occidente pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre la Kultur alemana y la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún otro país europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en “autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van Der Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”.[7]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva. El autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la locura rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión frenética”. Rusia era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que puede ayudar a los alemanes a acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún día la humanidad occidental llegara a su ocaso y el espíritu alemán estuviera en dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a un nuevo Buda o a un nuevo Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de Moeller Van Der Bruck servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus compatriotas hacia una toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la civilización occidental.[8]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de Rusia. ¿De toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León Tolstoi, como el polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor “progresista”, como el precursor de la revolución rusa...
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario Dostoyevski. El pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista Tolstoi versus el monárquico Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición superficial y equívoca. Una simplificación que esquiva la realidad de fondo: el carácter antimoderno, antiliberal y rabiosamente antioccidental de ambos gigantes.
Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo moderno. El dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo que la modernidad occidental provocó entre los intelectuales rusos.[9]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el “tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo patriotismo del trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las Luces ni conducía a los predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la naturaleza humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su mensaje es una reacción contra el optimismo liberal, contra la confianza en la inevitabilidad del progreso material y en la mejora moral de la humanidad. De todos los comentadores de la obra de Tolstoi, es posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien mejor haya captado ese lado oscuro del autor de Guerra y paz. En uno de sus más penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades entre Tolstoi y el pensador reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la corte de San Petersburgo, Joseph de Maistre.[10] El mismo escepticismo frente al método científico; la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el mismo énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción, de decadencia acelerada.[11]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente incompatibles: el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de sus diferencias ambos pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones optimistas del siglo XIX se les deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según Isaiah Berlin – “buscaban un escape a su propio e inexplicable escepticismo, aferrándose a alguna verdad suprema que los protegiera de los efectos de sus propias inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en el caso de Maistre, la pureza de corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que ocurre es que ambos pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen en un ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa implantada por Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos de los hombres racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en realidad, no responden a los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a los de su caricatura: el intelecto liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente porque está más allá de las críticas de la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay dos instituciones que son un buen ejemplo: la monarquía hereditaria y el matrimonio”.[12] Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas premisas se entiende que el anti-individualismo sea una consecuencia necesaria: no es la libertad individual sino la tradición – incluso en sus formas más irracionales y represivas – la que da vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-individualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su creencia en un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la vida” que conforma el devenir de los hombres y que no es discernible por medios racionales, sino tan sólo aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es el conocimiento – el ámbito de las ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y otra la sabiduría. No son los más doctos los que mejor acceden a esta última sino más bien todos aquellos – muchas veces los más sencillos o humildes – cuya vida sí se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que, por eso mismo, poseen una visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi desarrolla en términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su pensamiento.
Primitivismo y tradición
No es por ello extraño – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a gusto entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus divergencias políticas con ellos) que con la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca de la tierra, de los campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de “Guerra y Paz” sentía más respeto por las formas genuinas de existencia – ya fuera la de los cosacos libres en el Cáucaso o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus caballos y sus fiestas con gitanos – que por los intelectuales, la crítica y los salones literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los campesinos – a los primeros mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias instintivas de los miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las formas de liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio universal no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H. Lawrence”.[13]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien descrito en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al alcance de quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un ideal de hombre para Tolstoi – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino en el pasado”. En el antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen salvaje” de Rousseau, de los mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación ideológica que comulga con otras pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el movimiento de “vuelta al terruño” (pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los intelectuales populistas del siglo XIX (que no dejan de recordar al movimiento Wandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo que es una constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en su paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de observación de situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad de la vida. Por eso cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le parecía grotesca y absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba que las “causas primeras” de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas en el misterio, dependen escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo incalculable” (Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La vida es una batalla salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a D'Annunzio. El campo de batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo depende más de los factores intangibles que de los factores materiales: “es la imaginación – continúa Maistre – la que pierde o gana las batallas (…) pocas batallas son ganadas o perdidas físicamente; el verdadero vencedor y el verdadero vencido es aquél que cree serlo”. De forma parecida a Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia del factor imponderable que decide la suerte de las batallas: el espíritu de los soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a nosotros mismos que habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la batalla de Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico. Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre el carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones para la vida humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista revolucionario Georges Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-individualismo. Atracción por las experiencias extremas, por aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales. Con su énfasis en los factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan los eventos – en detrimento de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de la historia. Una visión que pone el énfasis en la fuerza mental de los grupos humanos como factor intangible que enciende el motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de la pasionariedad – una energía explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a los pueblos – serían conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro del movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de eso en los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al pasado estaba condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo romántico, de los prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y soñadores de variada índole. Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy conscientes del “poder inexorable del momento presente” (Isaiah Berlin), de la imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no será jamás. Más que reaccionario el gran pensamiento ruso es compulsivamente nihilista, porque su genio es eminentemente destructivo. En una primera fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el pensamiento ruso destroza las falsas ilusiones, nos alerta del camino equivocado; en una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la modernidad y trata de conducirnos a la tierra prometida.
Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo grandioso, la llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de la juventud, una fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede considerarse como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de experimentación febril en la cuál los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de Europa, no sólo se situaron a la vanguardia de la modernidad sino que sentaron las bases que configuraron su evolución posterior. Y lo hicieron, paradójicamente, desde unos presupuestos metafísicos y revolucionarios declaradamente antimodernos que, en una suprema paradoja, acabarían dando forma al lenguaje de la modernidad misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los artistas rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido imaginables en París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de sacralidad que inspiraba la visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) encontraron en Rusia su mejor plasmación en el movimiento modernista “Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte total de los ballets rusos. Los artistas de “Mundo del Arte” (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov) “interpretaron la idea de libertad artística no en el sentido individualista occidental – al que despreciaban como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la personalidad a algo más alto, a una fuerza colectiva”.[14] Los temas de los ballets rusos eran “exuberantes, delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero también anti- individualistas en cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una visión enraizada y pagana de la que emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que integraba motivos urbanos, campesinos y populares en un espectáculo de música y danza”. Una visión holista que perseguía una “unidad metafísica, la conexión de la existencia terrenal con un ser supremo”.[15]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una emoción pura, sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la abstracción artística. La época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos específicamente rusos: Vasily Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich, fundador del suprematismo. Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El Lissitzky, divulgador hacia el mundo de la vanguardia soviética. Hoy resulta difícil admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un arte enraizado. A pesar de vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas – post-impresionismo, cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y de su clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte popular ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del primitivismo de las estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y a una estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La vanguardia rusa creía que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más alta conciencia colectiva que representaba la unidad subyacente del género humano, y que al transmitir la conciencia de ello preparaban el camino para una transformación espiritual y/o revolucionaria”.[16] De lo que se trataba en suma es de una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones materialistas e individualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una historia tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.
El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich – concebían su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como manifestación de dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de la abstracción, comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los trances de los chamanes pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de la edad de plata rusa con la modernidad […], la idea de que “el alma está enferma” en la época materialista y burguesa y que solamente el arte abstracto – liberado de ataduras terrenales, producto de la intuición de verdades trascendentes – podría sanarla”.[17]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso colectivista y de la convicción utópica de los artistas de vanguardia. El arte al servicio de la revolución. Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo burgués con la exaltación del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al tiempo que la adhesión formal al marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo mesianismo ruso con la aspiración a una sociedad colectivista. La vanguardia rusa llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más alejado del experimento soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y Rodchenko fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso del provincianismo cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras de arte constructivista y suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los artistas italianos incorporaban esos hallazgos al servicio del régimen.[18] La arquitectura, por su parte, se transformó en el emblema del nuevo credo ideológico. Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto utópico a la tecnología moderna: los diseños geométricos del constructivismo y sus formas tecno-espartanas fueron retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en las edificaciones para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén por el individualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo que, sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo mundo.
Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden burgués terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío capitalista. Si en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter adaptativo; en su capacidad de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento, por ajeno o contrario que sea, susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin, más inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas de su tierra natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el llamado “expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas – e incluso patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al comunismo. Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y revolucionarios de antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu utópico fue reorientado a la apología del modelo americano; la tensión metafísica de la “edad de plata” rusa fue sustituida por un intelectualismo de baratillo. El arte abstracto pasó así a formar parte de la cultura popular, a entrar en los salones de la burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo de status quo. Y sobre todo, a preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo como show, como mercado especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los nazis provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del Norte y otros países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría el “Estilo Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que pasarían a ser características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular fortuna en su aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo mismo cabe decir de las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución rusa: éstas fueron finalmente cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al servicio del consumo de masas. Casi todas las ramas de la vanguardia soviética conocieron una suerte paralela.[19]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos años, por primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar un mundo a la medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la realidad. La dogmática marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y éstos fueron finalmente marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San Petersburgo en 1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas acabarían como varios millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble astucia de la historia: los vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el lenguaje de la modernidad. Y los comunistas rusos, revolucionarios modernos, construyeron un sistema que, desde dentro de la modernidad, permitiría preservar un mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre Rusia y Occidente, de una forma u otra, siempre abre su camino.



[1] Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010. p. 198.

[2] Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y monárquico. Leontiev abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como contrapeso a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por una expansión territorial y cultural hacia India, China y Tibet.

[3] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008, pp. 190 y 192.

[4] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 2-3.

[5] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 2-3.

[6] Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke University Press 2001.

[7] Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una de las más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la Alemania de comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a Nietzsche la mayor audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo hasta la fecha” (Martin Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman to the Lenin Mausoleum. Belknap Press, 1999, p. 212).

[8] Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel des Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.

[9] “Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes de las reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como denuncias contra el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría sucumbido a la occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia underWestern eyes. Belknap Press 1999, p. 205).

[10] Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San Petersburgo entre los años 1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la sombra del Zar Alejandro I. Su principal obra es: Las veladas de San Petersburgo.

[11] Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics 2013, pp. 72-73.

[12] Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.

[13] Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics, 2013, pp. 277.

[14] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 178-179.

[15] Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para su estreno en 1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.

[16] Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.

[17] Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.

[18] Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.

[19]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas exiliados aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo y se conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades occidentales y mejorar la estética de los bienes industriales a través del anti-tradicionalista “Estilo Internacional”, del arte formalista y de la arquitectura”. Steven G. Marks, Obra citada, pag. 264.

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