viernes, 30 de octubre de 2015

Rusia: metapolítica del otro mundo (I)

Rusia: metapolítica del otro mundo (I)

RUSIApor Adriano Erriguel
I
“¡Vaya usted a Rusia! Es un viaje útil para todo extranjero; cualquiera que haya visto bien ese país estará contento de vivir en cualquier otro sitio”. Así se expresaba el cosmopolita Marqués de Custine en su célebre obra Rusia en 1839, hito de la literatura de viajes y de un género destinado a hacer fortuna: la demonización occidental de Rusia. Un argumento de actualidad recurrente.

“La civilización rusa está todavía tan cerca de sus orígenes que se confunde con la barbarie. Su fuerza no reside en el pensamiento, sino (…) en la astucia y la ferocidad”. “No reprocho a los rusos ser lo que son, sino su deseo de aparentar que son lo mismo que nosotros, los europeos”. “El estilo ruso de gobierno es una monarquía absoluta temperada por el asesinato”. “Rusia es una nación de sordomudos; algún mago ha transformado a sesenta millones de hombres en autómatas”. “Siempre es bueno saber que existe una sociedad donde ninguna felicidad es posible, porque el hombre no puede ser feliz sin libertad”. Las invectivas del aristócrata francés se suceden en cientos de páginas y constituyen una muestra sobresaliente – potenciada por el talento corrosivo de su autor – de una percepción occidental de testaruda vigencia: la de Rusia como “otro mundo” hecho de opresión y de sigilos, de arbitrariedad y de paranoia, de arcaísmo y de brutalidad; un universo engañoso donde el despotismo oriental viste los ropajes de la civilización – la famosa “apinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma” que decía Churchill – y donde, más allá de las apariencias y de los decorados de cartón piedra – el célebre “efecto Potemkim” – rige una lógica elemental y eterna: la ley de la fuerza.
Un mundo reticente a nuestra “sociedad abierta”, a nuestra democracia y a nuestros derechos humanos. Para George F. Kennan – gurú norteamericano de la disuasión antisoviética – el libro del Marqués de Custine tenía, un siglo después, más vigencia que nunca. Para los “kremlinólogos” de la época de la guerra fría el Estado policial soviético no era un invento del comunismo, sino de los zares. Para los izquierdistas europeos la tiranía soviética no era una consecuencia del marxismo sino – según la explicación trotskista – del atraso secular de la “Madre Rusia”. Y para todos ellos Lenin y Stalin eran herederos, no de Marx, sino de Iván el Terrible y Pedro el Grande [1]. Finalizada la guerra fría y desmembrada la URSS, Zbigniew Brzezinski – ideólogo del “nuevo orden” americano – dictaminaba que el espacio postsoviético pasaba a ser un “agujero negro” que debía ser neutralizado para evitar que ponga en peligro la primacía global – de móviles siempre generosos y fuera de toda sospecha – de los Estados Unidos.
Esta Vulgata de la “Rusia eterna” responde a una percepción esencialista de las identidades nacionales; a un determinismo cultural que, en todo lo que se refiere al país euroasiático, es muy persistente entre las élites occidentales. Lo cierto es que la rusofobia occidental – acompañada de un fenómeno inverso, la rusofilia – ha respondido a lo largo de dos siglos, más que a datos objetivos y realidades intrínsecas de Rusia, a “una percepción distorsionada por la evolución de las sociedades occidentales, por sus miedos, esperanzas y frustraciones”.[2] A estas alturas no tendría mayor sentido deconstruir de nuevo ese “gran relato” rusófobo, señalar sus inconsistencias u oponerle el inverso “gran relato” rusófilo. Todo eso ya se ha hecho en abundancia. Pero sí podría ser útil tratar de discernir si la incompatibilidad entre Occidente y el “mundo ruso” es accidental o de naturaleza;si hay alguna posibilidad de encuentro o si, por el contrario, ambos mundos están condenados a no entenderse nunca.
Lo cierto es que los desencuentros son demasiado recurrentes como para pensar que derivan de meras “construcciones culturales” destinadas a difuminarse sin más en la globalización. O dicho de otro modo: si bien los partidarios de la globalización – entendida como universalización del paradigma occidental, básicamente anglosajón y norteamericano – consideran que Rusia debe normalizarse y convertirse en “un país como los demás”, se hace difícil pensar que Rusia pueda plegarse fácilmente a ser “un país como los demás”, porque Rusia nunca ha sido “normal” y posiblemente nunca querrá serlo. A no ser, claro está, que deje de ser “Rusia” y se transforme en otra cosa.
El interés de asomarse hoy al “hecho diferencial” ruso reside en ver en qué medida éste plantea ideales éticos alternativos frente al modelo occidental de desarrollo social. Porque es innegable que ese “hecho diferencial” se presenta hoy como el gran “factor irritante”, como el enemigo a batir para la soft-ideología balsámica que la globalización enarbola a guisa de legitimación moral. Un enemigo a batir que pone al desnudo la contradicción inherente en esa ideología globalizadora: ésta se sustenta oficialmente en la aceptación del “Otro”, en el culto al “Otro” – el “Otrismo” – como fetiche ideológico máximo. Pero ese culto sólo se refiere al “Otro” que se desarraiga para integrarse en el “Todo” occidental; es decir, al “Otro” que, a la larga, se convierte en lo “Mismo”. Pero cuando los “Otros” se quedan en su casa, cuando se consolidan en un bloque geopolítico con valores políticos, sociales y éticos alternativos… entonces comienzan los problemas.
Interrogarse sobre el “mundo ruso” equivale hoy, en suma, a interrogarse sobre un mundo todavía disidente frente al modelo único que nos propone la globalización. Una disidencia que no se queda en palabras, sino que se manifiesta en términos fácticos y geopolíticos, y que procede además del único país cultural y – en gran parte – étnicamente europeo al que el mundo anglosajón jamás ha podido sojuzgar. De ahí su carácter intolerable para los gestores de Occidente.

El último Estado tradicional de Europa
¿La “Rusia eterna”? Conviene ponerse en guardia contra una concepción esencialista y romántica de las identidades nacionales. Pero sí es preciso partir de una hipótesis realista: la de las comunidades culturales constituidas no como entidades estáticas, sino como constelaciones de valores que evolucionan a partir de sus propios presupuestos. ¿En qué se diferencian, pues, los valores rusos y los occidentales?
En estas líneas mantendremos que el mundo ruso se enfrenta a Occidente en cuanto éste encarna la modernidad en su forma más invasiva y excluyente, es decir, la modernidad que hace tabla rasa de todo aquello que le ha precedido o de todo aquello que le es ajeno. Se trata de una relación conflictiva – Rusia y la modernidad occidental – en la que se manifiesta una característica esencial de la identidad rusa: el sentido comunitario de la existencia. Esta característica – que podríamos denominar “la idea rusa” – entra en colisión directa con la filosofía inpidualista, con una filosofía que es el vector principal de la modernidad occidental y que en nuestros tiempos hipermodernos se plasma en unas sociedades atomizadas, desestructuradas por la ruptura del vínculo social. La idea rusa moldea una percepción diferente del hecho social, de la cultura y del hombre. Ahí reside, a nuestro juicio, el sentido profundo del desencuentro entre ambos mundos.
Algo, por otra parte, que dista de ser un caso excepcional; otras civilizaciones son también reacias a los valores de Occidente. Pero en el caso de Rusia la cuestión se complica, porque el núcleo rector de su civilización – núcleo cultural, geográfico y étnico – forma parte de la misma matriz europea que, en Occidente, engendró unos valores diametralmente opuestos. “Rusia no es Occidente, pero tampoco es Oriente: es el inmenso Oriente occidental”.[3] O dicho con otras palabras: Rusia no es sólo Europa, pero también es Europa. Y no sólo eso.
En realidad Rusia ha sido el último Estado tradicional europeo, el último que reproducía con nitidez – casi hasta 1914 – ese esquema trifuncional por el que Georges Dumézil identificaba a las sociedades indoeuropeas y que situaba a las funciones religiosa y guerrera en la cúspide de la jerarquía social. “El Zar de Rusia – decía el Marqués de Custine – es un jefe militar, y cada día con él es un día de batalla”. Al retener muchos de los elementos de esa cosmovisión premoderna, Rusia retuvo algo que Europa ya había perdido. Es por ello por lo que la cuestión de la identidad rusa – de su revuelta contra el mundo moderno – reproduce la lucha que durante siglos se libró en Europa entre dos tipos diferentes de cultura: la de la civilización industrial burguesa y la de los rebeldes frente a la misma; la de la modernidad liberal e ilustrada y la de un romanticismo antiilustrado y antiburgués que desembocó en una modernidad alternativa. La “idea rusa” es en ese sentido una cuestión que atañe a todos los buenos europeos.

En busca de un Absoluto
Una relación conflictiva con la modernidad. Frente las pautas de la modernidad europea – Renacimiento, Reforma protestante, revolución industrial, capitalismo, globalización – Rusia siguió durante siglos su propio camino. Por ello no se trata tanto de un país como de una civilización: el “mundo ruso” (Ruskiy mir). Larevuelta rusa contra el mundo moderno es una historia tortuosa. Y una historia que atañe especialmente a la cultura y a la batalla de las ideas: a la metapolítica. Porque sus auténticos protagonistas fueron los intelectuales. En contra de lo que suele pensarse la identidad rusa nunca fue una creación de los poderes públicos; los zares – apegados a la concepción premoderna de Imperio – nunca hicieron del nacionalismo ruso una ideología de Estado. El surgimiento de Rusia como idea – como Logos – fue sobre todo “obra de escritores, poetas, artistas, periodistas, músicos e historiadores”.[4] Decía Solzhenitsyn que en Rusia “los escritores forman un gobierno paralelo”. En ningún otro país del mundo – con la excepción tal vez de Francia – han tenido los intelectuales un papel tan relevante en la vida pública; en ningún otro país del mundo han tenido los escritores ese valor de profetas, de iconos o símbolos de la conciencia nacional.
La “Madre Rusia” como tierra de místicos, de profetas e iluminados: un estereotipo que, como todos, contiene algo de verdad. Suele decirse que la nota definitoria de la “intelligentsia” rusa consiste en la sed de Absoluto, en la exageración patológica, en la tendencia a llevar las ideas y los conceptos a sus conclusiones más extremas y absurdas, en la idea de que “detenerse ante las últimas consecuencias de lo que uno piensa equivale a cobardía moral, a falta de compromiso con la verdad”.[5]Dios te guarde de ser un tibio”, decía Dostoyevski. Las batallas ideológicas libradas en Europa alcanzaron en Rusia un paroxismo pseudo-religioso. Y ese mesianismo de los extremos hizo posible que ideologías de sofá nacidas en París, Londres o Colonia pudieran aplicarse en Rusia con consecuencias trágicas para millones.
Pero la nota auténticamente definitoria del mejor pensamiento ruso – de aquel que se desarrolla desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del XX – es su carácter de rebelión cultural antimoderna. Una rebelión contra la modernidad occidental y sus corolarios: la disgregación social, la pérdida de vínculos comunitarios y orgánicos, la instauración de una sociedad de mercado, el auge de una clase media consumista, el inpidualismo y el materialismo. La identidad de Rusia se formuló por contraposición a Occidente y constituyó la cuestión dominante del pensamiento histórico y social de ese país a lo largo de dos siglos. Lo más enigmático y paradójico de todo ello – lo más específicamente ruso – es que esa gran rebelión antimoderna adoptó, a partir de 1917, una fórmula que se presentaba como la más materialista, igualitarista y ultramoderna de la historia: la dictadura del proletariado. El marxismo-leninismo, o la cruel astucia de la historia para preservar los últimos restos de un mundo tradicional bajo una carcasa de incompetencia, de opresión y de dogmatismo.
Una astucia de la historia que – tras un siglo turbulento – deja un incómodo legado para todos aquellos que anunciaban el fin de la misma y la parusía de la globalización anglosajona. Pero conviene situarse en perspectiva, en las batallas ideológicas que comenzaron a librarse en pleno siglo XIX.

Apocalípticos y nihilistas
Suele pensarse que Rusia es un país sin cultura política. Sin “pensadores” ni “filósofos” en el sentido académico y occidental del término. Lo cierto es que el pensamiento ruso propiamente dicho nace partir de las intuiciones de sus grandes escritores. Y se expresa sobre todo en la literatura.
La gran literatura rusa es ante todo una literatura de ideas, y sus grandes autores son tan pensadores como literatos. Se trata de una literatura en la que la indagación estética es totalmente secundaria: nada más lejos de los grandes escritores rusos – los del siglo XIX – que la literatura como oficio y como tramoya, como técnica o como primorosa ebanistería de la pluma. Todo lo contrario. Los grandes escritores rusos – Dostoyevski a la cabeza de todos – conciben la escritura como una misión cuasi sacerdotal en la que la intensidad de las ideas y la necesidad de expresarlas estallan a borbotones por encima de cualquier consideración formal, como si el escritor fuera un medium que se viera impelido a transmitir un mensaje. En contraste con el pensamiento occidental – más orientado hacia la especulación abstracta – la preocupación casi exclusiva de estos escritores es el hombre, su dimensión espiritual y las condiciones para su desenvolvimiento social. Unas preocupaciones que pasarían de generación en generación.
Las ideas más importantes surgidas del ámbito cultural ruso nacen a partir de una polémica que, en el siglo XIX, pidió a la elite intelectual en dos bandos: por un lado los radicales, revolucionarios y nihilistas – la “intelligentsia” propiamente dicha –, y por el otro los que, desde persas posiciones ideológicas, les dieron la réplica. En el primer grupo figura la abigarrada tradición revolucionaria que culmina en Lenin, Trotsky y Stalin. El segundo grupo constituye lo que se podría llamar la contra-intelligentsia y alcanza su máxima cumbre en escritores como Fedor Dostoyevski, Lev Tolstoi y Anton Chéjov.[6] Pero en Rusia las pisiones ideológicas no responden a la lógica de Occidente, sino que discurren por cauces más intuitivos, menos proclives al razonamiento cartesiano. Casi todos los bandos en disputa compartían una sensibilidad común en aspectos como el rechazo al modelo burgués occidental y la identificación con el pueblo más humilde, todo ello aderezado con una seriedad cuasi religiosa a la hora de defender sus ideas. La transversalidad entre la derecha y la izquierda era en Rusia mucho mayor que en Europa.
Un país de paradojas. Por un lado los radicales se proclamaban materialistas y partidarios de la ciencia, pero entendían “la ciencia” como una fe y un dogma de redención; se proclamaban igualitaristas, pero de facto practicaban un mesianismo de la minoría rectora; exaltaban la fraternidad, pero al mismo tiempo desarrollaban una mística de la violencia y la destrucción. Y por otro lado los supuestamente conservadores rechazaban la revolución, pero su sentido identitario les llevaba a exaltar la vida comunal campesina (la obshina) como una especie de comunismo autóctono; respetaban el orden establecido, pero compartían con los radicales la exaltación idealizada del pueblo (populismo) como depositario de una forma de vida igualitaria y auténtica. Y tanto para los unos como para los otros el auténtico pueblo ruso (ruski narod) eran los campesinos.
Otra gran pisión, que se superponía en parte a la anterior, era la de los eslavófilos y los occidentalistas. Los primeros eran los tradicionalistas que, influidos por el idealismo germánico y por la teoría del Volkgeist, elaboraron un nacionalismo pan-ruso. Entre los segundos se incluían los partidarios de un modelo europeo de organización social, ilustrado y liberal. Los nihilistas y los revolucionarios eran también occidentalistas, pero a su manera: partidarios de una vía rusa hacia la revolución, compartían sin embargo con los eslavófilos un sentido comunitario de la vida y un igualitarismo instintivo que se remontaba a un milenarismo de raíz religiosa y premoderna.
Pero en lo que casi todos los grupos coincidían era en la aversión a las zonas tibias de la vida espiritual. “Apocalípticos o nihilistas” – decía el filósofo Nikolay Berdiaev. Porque el espíritu ruso, cuando más claramente expresa los rasgos de su pueblo, se precipita hacia el fin y el límite, no puede permanecer en el punto medio de la cultura. “La polaridad antinómica del alma rusa compagina el nihilismo con la aspiración religiosa hacia el fin del mundo, hacia la nueva revelación, hacia la tierra y el cielo nuevos. El nihilismo ruso es el apocaliptismo ruso distorsionado. Un pueblo así difícilmente puede ser feliz en su historia”.[7] Las virtudes burguesas no interesaban a los apocalípticos ni a los nihilistas. Tampoco la felicidad. Sólo así se explica que el más estridente grito de protesta contra la felicidad que desde la literatura se haya lanzado jamás se encuentre en las páginas del mayor escritor ruso de todos los tiempos.[8]

El virus de la utopía
“Un mundo feliz”: la ensoñación progresista que está en la raíz de los totalitarismos modernos. Una utopía frente a la cual el pensamiento ruso fue el primero en dar la voz de alerta. Porque en ninguna otra parte como en Rusia brilló con tanta fuerza ese espejismo, la fe en el poder transformador de la teoría, la creencia en que una ideología podría imponerse por la fuerza, la aspiración a edificar una sociedad perfecta. Y para ello, el revolucionario como demiurgo, la destrucción como espasmo metafísico: éstas eran las señas de identidad del nihilismo ruso, de la intelligentsia radical a la que los principales escritores rusos – Dostoyevski y Tolstoi a la cabeza – dieron la réplica. Y lo hicieron en un sentido antiutópico, para señalar que quien trata de convertir la tierra en un paraíso la convierte, de hecho, en un infierno.
La gran literatura rusa es eminentemente anti-ideológica en cuanto en ella se denuncian los límites de la teoría, la pretensión de moldear la realidad a partir de apriorismos doctrinarios. En sus novelas Tolstoi expresaba la futilidad de cualquier intento por descubrir un sentido de la historia, por reducir la heterogeneidad del hecho social a un conjunto de fórmulas. Para el autor de Guerra y Paz la historia no es una ciencia, y la sociología, en cuanto pretende serlo, es un fraude; y si algún día la pretensión científica de descubrir “las leyes de la historia” se viera satisfecha y admitiéramos que la vida humana puede determinarse por la razón, entonces la posibilidad misma de la vida – entendida como conciencia y como libre albedrío – se vería destruida.[9] Dostoyevski, por su parte, afirmaba la futilidad de las medidas sociales y políticas dirigidas a eliminar el Mal, porque el Mal anida en el interior del hombre y su derrota depende, en último término, no de la reforma de las instituciones sino de la responsabilidad personal y los esfuerzos microscópicos de cada uno. Y Chéjov desarrollaba en su obra una sociología de lo prosaico que ponía el énfasis, no en el gran drama y en las ensoñaciones utópicas, sino en los empeños cotidianos y en la decencia ordinaria. Como señala el crítico literario Gary Saul Morson, “la exploración de lo prosaico constituye la principal aportación de la contra-intelligentsia rusa”[10]
Una paradoja muy rusa: cuando estos grandes escritores denunciaban el utopismo sabían muy bien de lo que hablaban, porque ellos también estaban infectados por este virus. Son bien conocidas las exhortaciones mesiánicas de Dostoyevski sobre la misión universal de Rusia. Como también lo es el “tolstoismo”, ese peculiar cristianismo anarquista que llegó a alcanzar ribetes de secta. No parece sino que todas las grandes corrientes de pensamiento ruso – tanto las occidentalistas como las eslavófilas, tanto las revolucionarias como las conservadoras – estaban permeadas, aún a su pesar, por un común impulso escatológico cuyo origen podría rastrearse en una tradición ortodoxa distorsionada.
De esta tradición intelectual, barroca, tortuosa y pergente, surge el desencuentro entre la “idea rusa” y el discurso de valores occidental. La “idea rusa” apenas transitó por los cauces del pensamiento burgués. Le faltó para ello el sustrato sociológico – una clase media ilustrada –, las condiciones políticas – la democracia liberal – y la base económica – una transición gradual al capitalismo. Le faltó fundamentalmente la tradición intelectual racionalista de Occidente. La consecuencia final es que Rusia se ha mantenido al margen de un modelo cultural que, al cabo de dos siglos, ha venido a cristalizar en el “pensamiento único” de la globalización: la ideología postmoderna que pretende remodelar un orden mundial a la medida de Occidente.

Apuesta por lo trágico
“¡Dios, qué triste es nuestra Rusia!” exclamaba Alexander Pushkin, el poeta nacional ruso cuya obra es, sin embargo, la más alta expresión del júbilo de vivir. Porque la melancolía puede ser también alegre. Y lo trágico tampoco debería confundirse con lo triste. Éste es otro gran mensaje de la “idea rusa”, la contradicción suprema que los personajes de Dostoyevski – exultantes en su sufrimiento – encarnaron como nadie. Fenómeno histórico inédito: la Europa actual es la primera civilización que ha pretendido eliminar lo trágico de la historia. Y con ello se condena a la esquizofrenia social, a la felicidad como obsesión y como deber, al eterno porcio entre los deseos y la realidad. El irracionalismo ruso, por el contrario, al asumir lo trágico como revulsivo vital se muestra paradójicamente mucho más razonable, puesto que con ello dice sí a lo problemático, a lo terrible, a lo dionisíaco.
No se puede entender a Rusia – ni entender la Rusia actual – sin tener en cuenta esta apuesta por lo trágico que está incardinada en el fondo de su cultura, y que dota al pueblo ruso de una correosa capacidad de resistencia. Ningún otro pueblo ha padecido una historia tan dramática durante el siglo XX. Ningún otro país ha conocido un totalitarismo tan brutal. Ninguna otra zona del mundo ha ofrecido un mayor tributo en vidas humanas – en conflictos civiles, purgas, represiones, hambrunas, holocausto, guerras y deportaciones – que esas tierras de sangre comprendidas entre Ucrania, Bielorrusia, el Báltico y la Rusia Occidental. Y sin embargo no existe en la Rusia actual esa culpabilización del pasado, ese examen de conciencia permanente, esa tiranía de la penitencia que ha hundido a las sociedades europeas en una parálisis de la voluntad. El pueblo ruso asume su pasado y no lo convierte en pasto de autoinculpaciones masoquistas. Porque para los rusos la historia es tragedia y asumir la tragedia es asumir la propia historia.
Por el contrario, Europa aborrece la tragedia: ergo se esfuerza en salir de la Historia. Entregada a un espejismo de “dulce comercio” y de gobernanza, convertida en dócil protectorado, aferrada a sus pequeños dogmatismos, Europa delega sus responsabilidades, abdica de su soberanía. Europa se somete. Decía el Marqués de Custine que Rusia es un país de autómatas, temerosos y obedientes. Si en el mundo de la globalización pudiera alzar la vista, tal vez se sorprendería al ver donde están los auténticos rebeldes.

II

¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la barbarie asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese estereotipo sigue latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es periódicamente reactivado. Por definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De dónde surge esa retórica? ¿A qué obedece su persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un desencuentro de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de forma propia, se ha enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una contramodernidad alternativa?

Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras napoleónicas, a partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese discurso fue sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda anglosajona, en el contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el control de Asia central – el “Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen de una Rusia autocrática sumida en el oscurantismo y la tiranía perduró hasta la revolución de 1917. A partir de entonces el comunismo – asimilado a la barbarie y despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de ese país, convertido en paradigma del totalitarismo frente al mundo “libre”. Con diferentes altibajos esa imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen turbia de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental de Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una barrera defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades de algunos de sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente – encuentran dignos parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años. Pero es a partir de la edad contemporánea cuando la historia se cuenta sistemáticamente a medias. Fue la moderación del Zar Alejandro I la que hizo posible que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara como potencia de primer orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un concierto europeo que, con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente. El imperio zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio multinacional, tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios conquistados fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales de muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero en ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban de una guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la independencia de los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias occidentales – interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los ejércitos rusos expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de instituciones democráticas y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse que, durante la mayor parte del siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia estuvieran a años luz de las que estaban a la orden del día en muchos países de Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde, hecho de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa: una ebullición de ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras penas lograba controlar. La gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión dialéctica con Europa; una relación de atracción y de rechazo que se acompañaba del sentimiento de formar parte del mundo europeo, entendido en un sentido amplio. Y con particular celo mesiánico – señala la historiadora Vera Tolz – “los intelectuales rusos decidieron que la salvación de los auténticos ideales europeos constituía la misión histórica de Rusia”. [11]

Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir que Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa.
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba el filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin Leontiev no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura más que los europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea contemporánea, su espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición a las grandes tradiciones y legados del pasado de la cultura europea”.[12]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha entre dos tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el propio suelo europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de espíritu fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta contra ese mundo moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en toda una gama de tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de Nietzsche – añadía Berdiaev – con su sueño apasionado de una cultura trágica, dionisíaca, fue una propuesta vehemente y enfermiza contra el espíritu triunfante de la civilización europea. Este problema es universal y no puede ser explicado como un problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el problema de la contraposición entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa como en Rusia, tanto en Occidente como en Oriente.”[13]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para todos los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el historiador Steven G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el imperialismo estaban arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida tradicionales. O como escribía Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la sensación de “sentirse en casa” en el mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa, enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la opresión, de la pobreza y de los males de su existencia a un Occidente tan todopoderoso como profundamente detestado. Para todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la resistencia frente a la civilización occidental”. [14]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el tren del progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su paridad de gran potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito de la modernidad. Y el universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro, empezó a tomar conciencia de los efectos colaterales de este proceso. Los intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas contra la modernidad occidental, con sus gobiernos representativos, su economía capitalista y la primacía de una clase media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es extraño por tanto que en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y artistas desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada por el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades intelectuales que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y a sus valores”.[15]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa resistencia frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también a moldearla. Se sentaron así las bases de una modernidad alternativa.

¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al movimiento que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el tránsito del siglo XIX al XX. En realidad el modernismo es una mutación del romanticismo: una corriente que puede definirse como una crítica de la modernidad en nombre del pasado, como una protesta cultural contra la civilización moderna, industrial y burguesa.[16] En el modernismo, en sentido amplio, caben una multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo, irracionalismo, surrealismo – que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de liberación de la conciencia inpidual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración racionalista y la religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más intensidad volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una corriente de afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que reivindicaba la parte irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo sentían al menos sus espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes – decía Dostoyevski –, ese pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar. Alemania jamás hubiera querido unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni en sus principios”. Thomas Mann subrayaba también la proximidad espiritual y metahistórica entre Alemania y Rusia. En su obra Consideraciones de un apolítico el autor de La Montaña Mágica recurría a Dostoyevski – y a su crítica del Occidente pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre la Kultur alemana y la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún otro país europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en “autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van Der Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”.[17]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva. El autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la locura rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión frenética”. Rusia era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que puede ayudar a los alemanes a acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún día la humanidad occidental llegara a su ocaso y el espíritu alemán estuviera en dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a un nuevo Buda o a un nuevo Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de Moeller Van Der Bruck servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus compatriotas hacia una toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la civilización occidental.[18]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de Rusia. ¿De toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León Tolstoi, como el polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor “progresista”, como el precursor de la revolución rusa…
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario Dostoyevski. El pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista Tolstoi versus el monárquico Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición superficial y equívoca. Una simplificación que esquiva la realidad de fondo: el carácter antimoderno, antiliberal y rabiosamente antioccidental de ambos gigantes.

Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo moderno. El dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo que la modernidad occidental provocó entre los intelectuales rusos.[19]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el “tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo patriotismo del trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las Luces ni conducía a los predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la naturaleza humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su mensaje es una reacción contra el optimismo liberal, contra la confianza en la inevitabilidad del progreso material y en la mejora moral de la humanidad. De todos los comentadores de la obra de Tolstoi, es posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien mejor haya captado ese lado oscuro del autor de Guerra y paz. En uno de sus más penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades entre Tolstoi y el pensador reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la corte de San Petersburgo, Joseph de Maistre.[20] El mismo escepticismo frente al método científico; la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el mismo énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción, de decadencia acelerada.[21]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente incompatibles: el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de sus diferencias ambos pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones optimistas del siglo XIX se les deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según Isaiah Berlin – “buscaban un escape a su propio e inexplicable escepticismo, aferrándose a alguna verdad suprema que los protegiera de los efectos de sus propias inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en el caso de Maistre, la pureza de corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que ocurre es que ambos pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen en un ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa implantada por Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos de los hombres racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en realidad, no responden a los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a los de su caricatura: el intelecto liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente porque está más allá de las críticas de la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay dos instituciones que son un buen ejemplo: la monarquía hereditaria y el matrimonio”.[22] Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas premisas se entiende que el anti-inpidualismo sea una consecuencia necesaria: no es la libertad inpidual sino la tradición – incluso en sus formas más irracionales y represivas – la que da vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-inpidualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su creencia en un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la vida” que conforma el devenir de los hombres y que no es discernible por medios racionales, sino tan sólo aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es el conocimiento – el ámbito de las ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y otra la sabiduría. No son los más doctos los que mejor acceden a esta última sino más bien todos aquellos – muchas veces los más sencillos o humildes – cuya vida sí se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que, por eso mismo, poseen una visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi desarrolla en términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su pensamiento.

Primitivismo y tradición
No es por ello extraño – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a gusto entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus pergencias políticas con ellos) que con la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca de la tierra, de los campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de “Guerra y Paz” sentía más respeto por las formas genuinas deexistencia – ya fuera la de los cosacos libres en el Cáucaso o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus caballos y sus fiestas con gitanos – que por los intelectuales, la crítica y los salones literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los campesinos – a los primeros mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias instintivas de los miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las formas de liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio universal no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H. Lawrence”.[23]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien descrito en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al alcance de quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un ideal de hombre para Tolstoi – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino en el pasado”. En el antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen salvaje” de Rousseau, de los mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación ideológica que comulga con otras pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el movimiento de “vuelta al terruño” (pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los intelectuales populistas del siglo XIX (que no dejan de recordar al movimiento Wandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo que es una constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en su paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de observación de situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad de la vida. Por eso cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le parecía grotesca y absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba que las “causas primeras” de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas en el misterio, dependen escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo incalculable” (Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La vida es una batalla salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a D’Annunzio. El campo de batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo depende más de los factores intangibles que de los factores materiales: “es la imaginación – continúa Maistre – la que pierde o gana las batallas (…) pocas batallas son ganadas o perdidas físicamente; el verdadero vencedor y el verdadero vencido es aquél que cree serlo”. De forma parecida a Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia del factor imponderable que decide la suerte de las batallas: el espíritu de los soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a nosotros mismos que habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la batalla de Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico. Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre el carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones para la vida humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista revolucionario Georges Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-inpidualismo. Atracción por las experiencias extremas, por aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales. Con su énfasis en los factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan los eventos – en detrimento de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de la historia. Una visión que pone el énfasis en la fuerza mental de los grupos humanos como factor intangible que enciende el motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de la pasionariedad – una energía explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a los pueblos – serían conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro del movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de eso en los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al pasado estaba condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo romántico, de los prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y soñadores de variada índole. Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy conscientes del “poder inexorable del momento presente” (Isaiah Berlin), de la imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no será jamás. Más que reaccionario el gran pensamiento ruso es compulsivamente nihilista, porque su genio es eminentemente destructivo. En una primera fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el pensamiento ruso destroza las falsas ilusiones, nos alerta del camino equivocado; en una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la modernidad y trata de conducirnos a la tierra prometida.

Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo grandioso, la llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de la juventud, una fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede considerarse como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de experimentación febril en la cuál los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de Europa, no sólo se situaron a la vanguardia de la modernidad sino que sentaron las bases que configuraron su evolución posterior. Y lo hicieron, paradójicamente, desde unos presupuestos metafísicos y revolucionarios declaradamente antimodernos que, en una suprema paradoja, acabarían dando forma al lenguaje de la modernidad misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los artistas rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido imaginables en París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de sacralidad que inspiraba la visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) encontraron en Rusia su mejor plasmación en el movimiento modernista “Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte total de los ballets rusos. Los artistas de “Mundo del Arte” (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov) “interpretaron la idea de libertad artística no en el sentido inpidualista occidental – al que despreciaban como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la personalidad a algo más alto, a una fuerza colectiva”.[24] Los temas de los ballets rusos eran “exuberantes, delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero también anti- inpidualistas en cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una visión enraizada y pagana de la que emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que integraba motivos urbanos, campesinos y populares en un espectáculo de música y danza”. Una visión holista que perseguía una “unidad metafísica, la conexión de la existencia terrenal con un ser supremo”.[25]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una emoción pura, sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la abstracción artística. La época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos específicamente rusos: Vasily Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich, fundador del suprematismo. Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El Lissitzky, pulgador hacia el mundo de la vanguardia soviética. Hoy resulta difícil admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un arte enraizado. A pesar de vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas – post-impresionismo, cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y de su clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte popular ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del primitivismo de las estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y a una estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La vanguardia rusa creía que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más alta conciencia colectiva que representaba la unidad subyacente del género humano, y que al transmitir la conciencia de ello preparaban el camino para una transformación espiritual y/o revolucionaria”.[26] De lo que se trataba en suma es de una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones materialistas e inpidualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una historia tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.

El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich – concebían su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como manifestación de dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de la abstracción, comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los trances de los chamanes pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de la edad de plata rusa con la modernidad […], la idea de que “el alma está enferma” en la época materialista y burguesa y que solamente el arte abstracto – liberado de ataduras terrenales, producto de la intuición de verdades trascendentes – podría sanarla”.[27]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso colectivista y de la convicción utópica de los artistas de vanguardia. El arte al servicio de la revolución. Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo burgués con la exaltación del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al tiempo que la adhesión formal al marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo mesianismo ruso con la aspiración a una sociedad colectivista. La vanguardia rusa llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más alejado del experimento soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y Rodchenko fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso del provincianismo cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras de arte constructivista y suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los artistas italianos incorporaban esos hallazgos al servicio del régimen.[28] La arquitectura, por su parte, se transformó en el emblema del nuevo credo ideológico. Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto utópico a la tecnología moderna: los diseños geométricos del constructivismo y sus formas tecno-espartanas fueron retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en las edificaciones para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén por el inpidualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo que, sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo mundo.

Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden burgués terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío capitalista. Si en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter adaptativo; en su capacidad de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento, por ajeno o contrario que sea, susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin, más inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas de su tierra natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el llamado “expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas – e incluso patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al comunismo. Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y revolucionarios de antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu utópico fue reorientado a la apología del modelo americano; la tensión metafísica de la “edad de plata” rusa fue sustituida por un intelectualismo de baratillo. El arte abstracto pasó así a formar parte de la cultura popular, a entrar en los salones de la burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo de status quo. Y sobre todo, a preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo como show, como mercado especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los nazis provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del Norte y otros países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría el “Estilo Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que pasarían a ser características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular fortuna en su aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo mismo cabe decir de las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución rusa: éstas fueron finalmente cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al servicio del consumo de masas. Casi todas las ramas de la vanguardia soviética conocieron una suerte paralela.[29]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos años, por primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar un mundo a la medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la realidad. La dogmática marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y éstos fueron finalmente marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San Petersburgo en 1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas acabarían como varios millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble astucia de la historia: los vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el lenguaje de la modernidad. Y los comunistas rusos, revolucionarios modernos, construyeron un sistema que, desde dentro de la modernidad, permitiría preservar un mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre Rusia y Occidente, de una forma u otra, siempre abre su camino.

III

1917: revolución nacional, revolución bolchevique
Para desgracia de todos los burgueses
Un incendio mundial provocaremos
Un incendio mundial lleno de sangre
¡Que el Señor nos bendiga!

Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el comunismo, por el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el significado profundo – el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos consideran que la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una epidemia y Rusia la víctima. Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales como Alexander Solzhenitsyn –, la de los patriotas conservadores y la de los ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es también la opinión de los liberales rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de “psicología de los pueblos”, consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo “predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está en consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis clásica de los rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta predisposición hacia las soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la verdad reside posiblemente en algún punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde Europa a Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de prevalecer en los confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias al genio estratégico y táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta bolchevique hubiera podido provocar el cataclismo que provocó si no hubiera engarzado, al mismo tiempo, con componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la devoción cuasi religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el terreno abonado de una serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo intentar “expulsar” al marxismo de la revolución de 1917. Pero sí parece razonable pensar que la revolución – como señala el historiador Richard Stites – “tomó sus mayores formas espirituales, mentales y expresivas de la colisión y colusión entre las grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las del pueblo, las del Estado y las de la intelligentsia radical”.[30] En este sentido sí habría un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia interna que el teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el no ver en nuestra historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al examinar las cosas con más atención se observa que aquello que en la superficie parecía una ruptura, manifiesta en lo profundo una gran continuidad. El período soviético representa, desde esta perspectiva, una etapa legítima de la historia nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de un complot extranjero. Desde muchos puntos de vista fue el producto de una elección histórica del pueblo”.[31]

¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de desarrollo urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y burguesa de febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia parlamentaria, en un país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de febrero no hacía más que acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por los zares – en sus aspectos económicos, sociales y culturales – desde la época de Pedro el Grande. ¿No sería la revolución bolchevique, en su sentido profundo y metapolítico, una reacción a este intento? ¿No sería la revolución socialista la emergencia traumática de un atavismo ruso mal reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el espíritu de su tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos revolucionario de San Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su frente aparece Jesucristo. El bolchevismo, o la primera religión política de la modernidad. La sed de absoluto, la esperanza escatológica, el alma mesiánica de la vieja Rusia encontraba una nueva fe. La revolución socialista se revestía de un aura sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos. El sueño de la Tercera Roma revivía – como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera Internacional, el nuevo sacro imperio sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos occidentales, un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado – señala Alexander Duguin – el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro lado la realidad de las masas rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales desde la óptica inconsciente del espíritu nacional ruso”.[32] No cabe hoy duda de que fue finalmente esa nacionalización de la ideología comunista la que hizo posible la consolidación del régimen. Disipada la promesa idílica de un paraíso comunista fue finalmente el patriotismo soviético – es decir, la metamorfosis del patriotismo ruso – el gran instrumento legitimador del “socialismo real” entre las masas populares.
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de corte racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del pasado pretendía hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la sociedad. Pero fue una ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y centroeuropea, actuó de hecho como un ralentizador de la estandarización del mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad. Una modernidad que, de manera inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización occidental. Los resultados del “socialismo real” fueron contradictorios. Una modernidad caótica – según la definición del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos puramente materiales – expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió en seis décadas el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar fue alto en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos, de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los resultados fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo unas décadas. Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en pautas que, en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas de arcaísmo. En primer lugar la primacía otorgada al Estado – o más exactamente al Partido-Estado – sobre lo económico. Es decir: la primacía de lo político. En segundo lugar el mantenimiento de una ideología igualitarista fundada sobre la promoción política de una “vanguardia” surgida de las clases populares (obreros y campesinos) y convertida progresivamente en la nueva élite privilegiada. En tercer lugar el papel asignado a la cultura clásica como ideal estético – el “realismo socialista” – por oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale” contemporáneo. En cuarto lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de “orden moral” cuando, en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la desacralización, la blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[33] En quinto lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más plural y menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas – de lo que la propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos con el capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el socialismo a la hora de destruir los valores sociales heredados de la premodernidad. Igualmente ha sido mucho más eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista de unificación del género humano. ¿Qué otra cosa es sino la globalización neoliberal? Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo comparten las mismas raíces ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el materialismo, el paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también notables diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha filosófica entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la interpretación que daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental se presenta ante todo como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un discurso muy poco difundido en Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène Laruelle – afirmaba que la URSS estaba animada por la amistad entre sus pueblos y por un internacionalismo hacia el exterior. El “racismo” era una “ideología burguesa”, un fenómeno propio de los países capitalistas – la segregación racial en Estados Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los pueblos que componían la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del hombre, sino en la idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o antinacionalista soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la nacionalidad o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la hospitalidad del pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.[34] En resumen: frente al universalismo como igualitarismo (propio del mundo occidental) se alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto reside en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra cosa que no sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el trabajo como plusvalía, el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra rechaza toda obligación exógena de orden trascendental”.[35] En otras palabras: el capitalismo es un nihilismo de lo efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de expansión ilimitada que no conoce ninguna barrera. En este sentido el comunismo soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí se autolimitaba, en cuanto sí se remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su discurso oficial destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista – muchos valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del pudor y la decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres y maestros, el fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la exaltación del heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No en vano ya apuntaba Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente revolucionario es el capitalismo, no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la historia”. Una metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que el estancamiento social que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera como efecto indirecto – preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la modernidad y derrotar al capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-económica de la productividad – el comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al mantenerse de facto apartado de la modernidad e impedir la americanización de las sociedades, hizo posible al menos preservar un legado. El caso de la religión es un ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en cuanto casi siempre genera una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente y nihilista de la sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante más religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a los experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia sea, hoy por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales amenazados.

Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el “socialismo real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con un fracaso sin paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra civil, supresión de libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas, genocidios, purgas, deportaciones masivas de poblaciones, un universo de campos de concentración y un total estimado de 20 millones de víctimas, solamente en la Unión Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría de la población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los ajustes de cuentas retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos victimarios que son la especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de sumisión? ¿Fascinación – como decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el despotismo? La realidad es bastante más compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria afectiva de la población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una victoria. La victoria frente a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el que Rusia ofrendó 27 millones de muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea cuál sea su edad, su condición o sus convicciones políticas o religiosas – forman una unidad sin fisuras. La de 1941 fue una invasión de una brutalidad sin precedentes.[36] Una agresión planteada como una guerra racial; como una guerra de conquista exenta de las normas humanitarias del derecho de gentes que sí se respetaron en el frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática oficial (comunismo, antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara para ceder el paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a los ojos rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época soviética y la redime de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias rusas (aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o indirecta, de sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena parte de la población rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para aquella época de sangre y de hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder del gran salto adelante, de la transformación de un país aislado y subdesarrollado en una potencia nuclear en condominio con los Estados Unidos. Y eso es algo que, inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con independencia de su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación personal y apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático que es casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad rusa, no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de deconstrucción posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus episodios configuran un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad nacional. ¿Idealización de la historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las páginas negras y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas ante la propia historia. La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas y son objeto de debate público, pero no conforman por sí solas políticas oficiales. Éstas ponen más bien el foco en aquellos elementos en los que, más allá de las polémicas y pisiones, todos los ciudadanos pueden verse identificados. Lo cual se acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia: el patriotismo que considera a la nación no como una adición de inpiduos o intereses particulares (patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes, actuales y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato (patriotismo constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable de la existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado – la Europa postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su lógica. Porque, ¿qué es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia del devenir como tragedia, y no los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos de turno?”[37]

Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo serían muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo – como un castigo pino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski también había afirmado que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por una Rusia templada en el sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en la más dura de las pruebas. ¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar de la agudeza de muchas de sus intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita cultural, abonarnos a esa visión providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia histórica del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de la modernidad, hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de forma involuntaria o inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema que pretendía unificar al género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar paso a un grupo de Estados que, en pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos. ¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las moralinas retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-providencialistas, quizá sólo podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene ningún sentido. O que si lo tiene, éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel que el curso de los acontecimientos es astuto, ladino, y que sigue su propia lógica, jugando para ello con los sufrimientos y con las pasiones de los humanos. Al final, extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta astucia de la historia.

Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se lamentaba de que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en sus emisiones dirigidas a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las estrellas del pop, deportes, ocio, publicidad comercial y maravillas de la sociedad de consumo, en vez de emitir sólidos alegatos anticomunistas, denuncias contra la tiranía soviética y misas ortodoxas.[38] Con lo cuál el autor de Archipiélago Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor disidente no veía es que, en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente esas trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una “colonización de la vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a toda costa en la guerra cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el último gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del Occidente que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez de ensalzar el “mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo que en realidad era: un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de la democracia occidental, de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una dignidad y una altura moral insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment, Solzhenitsyn denunció lo que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a enfrentarse. Y expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo al “mejor de los mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque él, que había pasado por la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y por el cáncer, había regresado de la casa de los muertos y era indestructible. Tras haber sobrevivido al matadero soviético no tuvo reparos en denunciar el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un sistema deshumanizador en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los encadena al servicio de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de confort y de seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas; sus sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era desmesurado, y en eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su indiferencia a la “felicidad”; en su énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus ideas sobre el sentido purificador del sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una visión medieval del mundo: la Verdad preexiste, pero no se revela más que en el relámpago ardiente de la prueba. Podría hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de Dios: la historia es para Solzhenitsyn una ordalía”.[39] Al igual que Dostoyevski, fue en la prisión y en el exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus ancestros. Allí se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde Aristóteles, defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y estético. Acercarse a ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico progreso; y eso – como defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una responsabilidad personal e intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del totalitarismo marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier preocupación por la trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la muerte. En este punto el análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano Daniel J. Mahoney – es muy parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura de lo “cotidiano ordinario”: aquella en la que los hombres, perdidos en el conformismo de lo que se les dice, evitan toda confrontación directa con su finitud. En tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se produce una “nivelación de todas las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones últimas hace que para Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía liberal; una utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o morales” [40]. Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente soviético acogido por Occidente con todos los honores…

Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de ambos mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en desacuerdo con el mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio Nóbel, Solzhenitsyn afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos empobrecería tanto como si todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con una misma personalidad y con un mismo rostro”. La suya es una interpretación del hecho nacional que “se aleja del credo cívico republicano y de las fórmulas contractualistas tributarias de las revoluciones americana y francesa, pero que también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de la identidad nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney – en una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño pino”. Una visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y legalista que es la doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad nacional a una mera aceptación de formas políticas procedimentales” [41].
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia norteamericana o suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per se. Lo que sí hizo fue denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros del fundamentalismo democrático, del desbordamiento de la democracia a dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas ideas que se enfrentan al discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción tecnocrática de la política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no tiene más objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas – ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias (tales como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los disidentes había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y partidario de una gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto occidental), mientras que Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los doctrinarios liberales que denunciaban su persona y sus escritos desde un mismo espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas palabras, simétricamente[42].
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático occidental, de una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en Rusia y cuya persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la incapacidad de los rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una predisposición existencial de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es fundamentalmente un Homo Viator, peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo que “el hombre ruso está llamado a resistir mucho mejor que los otros a la uniformización y los condicionamientos inherentes al ‘progreso’ ” [43]. Resistir, esa parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta capacidad de resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la predestinación y
de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino continuador de Dostoyevski. Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que, frente al terror más implacable, mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era soviética hizo posible, al menos, la forja de tales hombres.


IV
El eurasismo, ¿alternativa a Occidente?
Nuestra época está marcada por una corriente arrolladora hacia la unificación mundial. El planeta se hace más pequeño al compás de la globalización, y una visión turística del mundo sustituye a las antiguas confrontaciones. Con la victoria total del capitalismo y de los mercados, el liberalismo es la única ideología posible en el siglo XXI. La globalización es también la victoria de Occidente: un modelo único para toda la humanidad. Pero se encienden focos de rebelión. Uno de ellos se llama eurasismo.
Rusia no es tanto un país como una civilización aparte, esto es, una forma particular de ser y de estar ante el mundo. El eurasismo es el intento de teorización de ese convencimiento. Un sistema de pensamiento con ambición de totalidad, tan metafísico como científico, tan político como filosófico, que trata de resolver los interrogantes abiertos durante dos siglos sobre la identidad rusa, sobre su cultura y sus valores. En ese sentido el eurasismo – y no el bolchevismo – es la única ideología genuinamente rusa surgida en el siglo XX. La única que, en vez de intentar imponer un cuerpo de doctrinas foráneas, trata de elaborar su propia lógica y su propio lenguaje. El eurasismo se configura como una teoría de ruptura frente al discurso de valores occidental[44].
De la misma forma que “Occidente” no designa hoy tanto una realidad geográfica cuanto que un tipo de civilización – la globalización neoliberal de hegemonía norteamericana – la expresión “Eurasia”, en el sentido que le confieren los “eurasistas”, no se limita a su significado geográfico. El eurasismo remite ante todo a una actitud filosófica, metafísica, existencial. Pero su punto de partida es la geografía, a la que asigna el lugar que en la visión occidental del mundo ocupa la historia. Para el eurasismo es la geografía – y no la historia – la que moldea la identidad de los pueblos. Es a partir de constantes geográficas como cabe aprehender la especificidad de los pueblos, no a partir de un historicismo que divide a las naciones en “atrasadas” y “modernas” según un canon cronológico-progresista de impronta occidental. Es por ello por lo que los eurasistas denuncian el “imperialismo epistemológico” occidental e invitan a Rusia a que “desaprenda Occidente”[45].
El eurasismo es una reivindicación del derecho a la diferencia, identitaria y metodológica, de todo lo que no es occidental. Rusia no es Occidente, es “un continente específico, un individuo geográfico, una totalidad definida por sus especificidades territoriales y geopolíticas, linguísticas y etnológicas. Por ello las ciencias susceptibles de revelar la ’esencia’ eurasiática están sometidas al primado del suelo y de la geografía”[46]. Elemento clave en este sistema de pensamiento es el rechazo del concepto occidental de temporalidad, que los eurasistas denuncian como una “colonización de los espíritus”. ¿Es posible una “historia sin tiempo”? ¿En qué consiste la idea eurasista de la historia?

Historia cíclica, historia esteparia
La aportación más novedosa del eurasismo es la sustitución del tiempo por el espacio, el sometimiento del primero al segundo. Ideología “geografista” por excelencia, la diferencia entre Europa y Rusia “se conjuga para los eurasistas en el modo espacial: la estepa está en el centro del pensamiento eurasista; la estepa conforma el mundo del movimiento, de la geografía. La estepa es también el mundo de la repetición. Según el geógrafo P. N. Saviskiy, Eurasia no conoce más que una única dinámica: la de la unidad, la de los imperios de las estepas que se extienden del Este al Oeste. La historia del mundo nómada – continúa Saviskiy – ofrece un material rico para la construcción de toda una teoría de la repetición de los fenómenos históricos. Y la historia de Eurasia se resume por sus constantes intentos de unificación interna. Al desplazarse del Oeste hacia el Este el pueblo ruso no hizo otra cosa que retomar en un sentido inverso el movimiento nómada, un movimiento cuya línea de continuidad es tan clara que puede hablarse de una repetición geopolítica de los acontecimientos[47].
Las implicaciones filosóficas de esta perspectiva – en la que reverberan las viejas concepciones “cíclicas” del tiempo histórico – son grandes. Es la ruptura de la concepción lineal de la historia, heredada del judeocristianismo. Para el eurasismo “diferentes tiempos históricos pueden convivir simultáneamente en el espacio eurasiático, que no puede por lo tanto ser situado de manera unívoca en una escala temporal lineal”. Dicho de otra forma: un mismo fenómeno social puede conocer – según el historiador G.V. Vernadsky – “cambios analógicos que se sobreponen al tiempo y al espacio. Dentro de un mismo espacio, un fenómeno social evoluciona siguiendo el tiempo. Pero dentro de un mismo período de tiempo, el fenómeno social varía según el espacio. A medida que retrocedemos en perspectiva, percibimos con mayor intensidad una serie de círculos fijos: las irradiaciones de aquellos fenómenos que, si antes estaban en el epicentro de la historia, hoy hace tiempo que están extinguidos”.
Una historia esteparia, una historia cíclica, un doble fenómeno de repetición que sustrae a Eurasia del campo de la Historia y la proyecta a un espacio atemporal, inmutable, no sometido al tiempo histórico. El Eurasismo como utopía retroactiva, una utopía que “puede proyectarse también en un futuro escatológico que pretende existir desde tiempos inmemoriales (…). Y si Eurasia existe fuera del tiempo, su historiografía no puede ser más que una historiosofía: el relato de una revelación donde cada acontecimiento encuentra su sentido”[48].
¿Mística o ciencia? ¿Historia o metafísica? Plantearlo en estos términos supone ya situarse en la perspectiva occidental. Pero el discurso eurasista se sustrae a esa dicotomía y elabora su propia lógica, que avanza a partir de sus propios presupuestos. “Frente al Occidente portador de la ratio, Oriente es el único que tiene conciencia del tiempo, de que la historia no puede ser ni una progresión mecánica sometida a leyes invariables ni el resultado del azar. Pensar la historia supone reconocer tanto la irracionalidad del hombre como el determinismo divino que preside el destino de los pueblos”. Si la historia tiene un sentido, para el eurasismo éste sólo puede captarse a partir de un marco de pertenencia colectiva. El tiempo y el espacio son nacionales, y el auténtico historicismo es siempre nacional. Por eso – señala Marlène Laruelle – “los eurasistas recusan de forma general toda posibilidad de comunicación entre las civilizaciones. El mundo debe ser policéntrico. Es preciso restablecer áreas de civilización iguales en derechos, autónomas unas de otras. Es preciso concebir el mundo como una serie de áreas culturales supranacionales, porque el Estado-nación es una construcción artificial de Occidente”[49]. Según esta idea los miembros de la comunidad mundial no serían Inglaterra, Rusia, Nicaragua, etc, sino Eurasia, India, Europa, América latina, del Norte…
El eurasismo es un discurso en ruptura con el progresismo occidental. Rechaza toda clasificación de los pueblos y las culturas según una escala de perfeccionamiento o de “progreso”. Por el contrario defiende el principio de la inconmensurabilidad cualitativa: ninguna nación tiene derecho a juzgar a otra. Un relativismo cultural extremo – apunta Marlène Laruelle – en el que se advierte la influencia del romanticismo alemán, con su defensa de la diversidad de culturas nacionales como portadoras de “porciones de la totalidad divina”. El eurasismo abomina de la globalización homogeneizadora del mundo. Porque “una “cultura universal” sería necesariamente racional, mecánica, espiritualmente vacía. Si no quiere ser una mera abstracción, la cultura no puede ser más que nacional”. O como señalaba el etnógrafo N. S. Troubetzkoy, la multiplicidad de las culturas es una “respuesta divina” a la construcción de Babel. En ese sentido “existe un paralelismo entre Europa y la humanidad de Babel: un éxito tecnológico proporcional al vacío espiritual, a la autocelebración blasfema de una humanidad que se cree autosuficiente”[50].

Un pueblo imperial
El eurasismo introduce un giro copernicano que contrasta con la tradición eslavófila. Ambas corrientes coinciden en su antiindividualismo, en la idea de que el hombre no es el centro del universo sino el agente de una misión que le trasciende. Pero el zócalo sobre el que se asientan las identidades colectivas no es el mismo para ambas corrientes. Si para los eslavófilos – nacionalistas panrusos, influidos por la idea del Volkgeist – las colectividades humanas se definen ante todo por la pertenencia étnica, para los eurasistas los grupos humanos se constituyen en torno a una determinada “idea”. Mejor dicho, en torno a una comunidad de destino.
¿Comunidad de destino? El eurasismo es partidario de la idea de la convergencia histórica. Autores como Trubestkoi y Saviskiy desarrollaron un concepto que sería más tarde adoptado por otras disciplinas: “la similitud a través del contacto”. La similitud como resultado no de una herencia común, sino de la vecindad continuada y del desarrollo paralelo. “La ideología eurasiática – señala el politólogo Stefan Wiederkehr – sostiene que los pueblos de Eurasia, a pesar de tener distintos orígenes y de no estar genéticamente emparentados, han desarrollado, con el correr del tiempo, una semejanza cada vez mayor y evolucionan hacia un mismo objetivo”. Eurasia es lo que los eurasistas denominan un “espacio de desarrollo común” (mestorazvitija); un “individuo geográfico” (P. N. Saviskiy). Pero el eurasismo introduce también un cierto sentido de predestinación. De la misma forma que un embrión desarrolla todo su potencial hasta convertirse en un ser adulto, Eurasia no es el producto de una casualidad (una serie de pueblos coincidentes un mismo espacio) sino que responde a una evolución necesaria. “La naturaleza de Eurasia – decía N. S. Trubetskoy – reside en su predestinación histórica a devenir una unidad. La unidad estatal de Eurasia es, desde el principio, un resultado inevitable”. La nación eurasiática es en este sentido producto “no del pasado y de la descendencia, sino del futuro y la teleología”[51].
A pesar de sus numerosas metáforas orgánicas, el biologismo y la genética no son admitidas por el discurso eurasista. Éste permanece “en el reino platónico y hegeliano de las ideas; la nación es religiosa y cultural; la historia del hombre no es la de una lucha sangrienta entre los fuertes y los débiles”[52]. Ni rastro pues de darwinismo social, ni de nacionalismo etnicista. En el contexto de la escalada del nazismo los eurasistas tomaron posición, desde el punto de vista cristiano, contra lo que llamaron la “barbarización de Europa”. Igualmente denunciaron el antisemitismo como un materialismo antropológico extremo. No podía ser de otra manera. El rechazo del racismo está en sintonía con la diversidad étnica del pueblo ruso. También con la propia idea de “Eurasia” como continuidad heterogénea en su origen pero homogénea en su destino. El discurso euroasiático no es un discurso sobre la nación sino sobre el imperio, en el sentido más tradicional y más auténtico del término.
¿Qué es Rusia? La eterna pregunta. Para los eurasistas Rusia se asimila a Eurasia. Lo cual no significa afirmar – precisa Marlène Laruelle – que Rusia sea Asia, sino que existe un Asia rusa. Eurasia no es ni una simbiosis ni un mestizaje, puesto que en ella se reúnen distintos pueblos y culturas – europeas y asiáticas – que no por ello renuncian a su alteridad. Pero si Eurasia existe “lo es gracias a que el pueblo ruso reúne en él todas las identidades de ese viejo continente. Rusia es eurasiática en su misma esencia, con o sin Eurasia, y la supranacionalidad eurasiática es la expresión de una ’rusidad’ que engloba en ella las diversidades nacionales”[53]. Dentro de esa diversidad eurasiática el pueblo ruso es el agente cohesionador. Sin él, no habría una totalidad que dé sentido a las partes. En ese sentido podríamos decir que el pueblo ruso es un pueblo con unamisión. Un pueblo imperial. Rusia estaba llamada a tomar la dirección, tarde o temprano, de toda Eurasia. ¿Como empezó todo?

Reivindicación de Gengis Khan
Para los eurasistas el Principado de Kiev – el primer Estado eslavo, surgido entre el siglo IX y las invasiones mongolas del siglo XIII – es un episodio importante, pero históricamente marginal a los efectos de la construcción de Eurasia. El embrión de la misión histórica de Rusia es el Principado de Moscovia, formado a partir del siglo XIV. En él se produjo el sincretismo definitorio de la identidad rusa: el elemento eslavo precristiano, la tradición bizantina y la aportación tártaro-mongola. En realidad todo empezó con los mongoles…
Gengis Khan marca un antes y un después. El conquistador de Asia “cristaliza la identidad rusa y la transforma en entidad euroasiática”. El imperio mongol no fue un modelo para Moscovia sino más bien una “pálida anunciación del destino ruso”[54]. Inversión radical de perspectivas: la invasión mongola no fue ni una catástrofe ni la causa del retraso histórico de Rusia, sino el crisol donde se forjó su identidad. Gengis Khan, el Carlomagno de las estepas.
¿Reivindicación de la horda? ¿Apología de la brutalidad? No se trata de eso. Los eurasistas afirman que Occidente, llevado de su egocentrismo, desconoce la realidad del imperio mongol. Los historiadores Vernadsky y Xara-Davan insistían en la importancia de lo espiritual – más que de lo económico y político – en la voluntad imperial de Gengis Khan. El Imperio mongol estaba concebido como un instrumento del Cielo eterno para establecer el orden en el universo. Una voluntad mesiánica que se materializaba en la edificación de un poder estatal, en una jerarquía político-administrativa, en el desarrollo del comercio, en la unión geopolítica de Eurasia. Una prefiguración, en suma, del mesianismo ruso: expansión territorial, sí, pero sustentada en un Imperium, en una fuerza espiritual. “Moscú como Tercera Roma encuentra una referencia en el absoluto político-religioso del imperio mongol”[55]. Lo que es también una escatología: un modelo de historicidad – señala Marlène Laruelle – “menospreciado por Occidente pero, según los eurasistas, específico de Rusia”[56].
Inversión radical de perspectivas: la influencia mongola habría contribuido no sólo a fortalecer la religión ortodoxa, sino a diferenciarla también del cristianismo occidental. El sentido religioso tártaro-mongol – con la importancia otorgada a la experiencia y al rito – se habría comunicado a la ortodoxia rusa: una religión que privilegia el ritualismo y la experiencia cotidiana sobre el enfoque intelectualizado del cristianismo occidental. Si las religiones paganas son meros cultos – y no religiones reveladas –, el cristianismo ortodoxo sería el único que habría sido capaz de conjugar la Revelación de Cristo con el ritualismo característico de las religiones ancestrales. La omnipresencia social del ritual pone de manifiesto que, como en la antigua Roma, la ortodoxia rusa es ante todo una religión de la polis.[57]
¿Es posible un imperio sin imperium? Sí lo es. Su nombre es imperialismo. El imperialismo es – observaba Julius Evola – una degeneración de la idea del Imperio, un expansionismo generado por la fuerza bruta, una superestructura mecánica y sin alma. Pero el eurasismo no propugna el dominio de un pueblo sobre otros sino una convergencia de etnias, de lenguas y de culturas dentro de un mismo territorio. Recogiendo esa idea el geógrafo P. Saviskiy definía al eurasismo como un “Imperialismo sano”. Pero tal vez no sea éste el término adecuado. La concepción eurasiática se aproxima mas bien a la idea tradicional del Imperio, tal y como se manifestaba en la Roma republicana: un pueblo federador (primus inter pares); una religión cívica basada en el rito; una tolerancia religiosa; una multiplicidad étnico-cultural; una integración bajo un principio rector. ¿Qué es todo ello sino el principio del Imperium, entendido como “la voluntad – en palabras de Julius Evola – de realizar en la tierra un orden y una armonía cósmica siempre amenazada”?; el imperium como “unidad de contrarios, como armonía de lo uno y lo múltiple, como conciliación de lo universal y lo particular” (Moeller Van der Bruck).

Una cultura de la otra Europa
El Eurasismo es una invitación a desaprender Occidente. A una ruptura con la epistemología occidental. Ello exige la elaboración de un lenguaje y de una lógica propia. Pocas corrientes intelectuales han sido tan fecundas a la hora de dar a luz nuevas ramas del saber: geosofía, etnosofía, historiosofía; o de acuñar nuevos términos: topogénesis, ideocracia, etnogénesis, pasionariedad. Términos y disciplinas difícilmente homologables a los estándares científicos de Occidente. Pero el enfoque eurasista no busca homologarse, sino diferir del occidental: mientras éste se pregunta por el “cómo” de las cosas, el primero se pregunta por su finalidad o sentido. El eurasismo es ante todo una hermenéutica, en cuanto interpreta los fenómenos como símbolos o signos de algo trascendente. Es también un pensamiento holista, en cuanto intenta mostrar la unidad de los fenómenos descritos, situarlos como partes de un “todo”. El holismo científico es “una aspiración a la unidad de los saberes, una constante del pensamiento ruso”[58]. Para el eurasismo las ciencias son también una expresión de la identidad nacional.
Pero es preciso no engañarse: esa subversión de la lógica occidental tiene sus matrices intelectuales en Europa. El eurasismo recoge la herencia de Hegel en primacía que otorga las “ideas” como motor de la historia. Se apropia de las teorías de Herder en su defensa del particularismo de los pueblos. Asume la perspectiva neoplatónica en su creencia en un “sentido oculto” de las cosas. Se inspira en la Naturphilosophie alemana en su defensa del organicismo científico. Recurre a las ideas de Nietzsche en su oposición entre “cultura” y “civilización”. Continúa la obra de Spengler en su visión cíclica de la historia. Integra la filosofía de Bergson en su crítica del cientifismo. Y así sucesivamente.[59]
A pesar de la originalidad de sus enunciados y del carácter irreductiblemente ruso de sus intuiciones, el eurasismo participa del clima europeo de su época – los años 20 y 30 del pasado siglo –. En este sentido puede ser considerado como una “revolución conservadora” rusa, o como la versión rusa de la “revolución conservadora” alemana. Al igual que ésta el eurasismo incorpora los saberes occidentales y se sitúa en el corazón de la modernidad, pero lo hace para subvertirla y llevarla por otros cauces. Frente al tradicionalismo pasivo que se aferra al pasado, el eurasismo es un antioccidentalismo activo que no reniega de la idea de revolución. Por otro lado, el hecho de que se defina en contraposición a Europa no significa que los eurasistas sean antieuropeos. Lo que sí son es antioccidentales. Y sólo son antieuropeos en la medida en que Europa se ha convertido en Occidente – en un proyecto uniformizador y mundialista – y ha dado la espalda a lo que hizo su grandeza. Los eurasistas se incluyen por derecho propio en una tradición cultural europea: en la revuelta que, desde el romanticismo, se expresa contra la civilización racionalista y burguesa. La cultura de la otra Europa.
Pero el eurasismo ejemplifica, sobre todo, lo que puede dar de sí un pensamiento metapolítico llevado a su más alto nivel de exigencia. “El eurasismo clásico – subraya el politólogo Stefan Wiederkher – fue una corriente original que, en apoyo de un programa político antiliberal, desarrolló enfoques científicos innovadores y experimentó con modelos teóricos que en esa época (…) estaban ya encontrando su lugar en el mainstream de la investigación histórica – tales como la interdependencia entre geografía e historia o el estudio de las mentalidades”.[60] Escuela de pensamiento multidisciplinar, entramado de alto nivel teórico, ambición de totalidad, voluntad de construir una cosmovisión. El eurasismo es la plasmación de una filosofía que da la primacía a las ideas como motor de la historia. Fue, en este sentido, el movimiento metapolítico par excellence.[61]
Un movimiento que, más de medio siglo después, habría de retornar con fuerza, entre la incertidumbre y el caos de la disgregación de la Unión Soviética.

Notas I

[1] Los historiadores norteamericanos Richard Pipes y Robert C. Tucker, especialistas de referencia sobre la revolución de 1917 y el período soviético, son ejemplos característicos de este punto de vista.
[2] Martin Malia, Russia under western eyes. Belknap Harvard 1999, p.. 8
[3] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Nuevoinicio 2008, p. 202.
[4] Vera Tolz, Russia, inventing the nation. Oxford University Press 2001, p. 8.
[5] Aileen Kelly, Introducción a Russian Thinkers, de Isaiah Berlin. Penguin Classics 2013, p.. XXVIII.
[6] Así lo explica Gay Saul Morson en Tradition and counter-tradition: the radical intelligentsia and classical Russian literature, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010, p. 141.
[7] Nikolay Berdiaev, Obra citada, p. 11
[8] Adriano Erriguel, “El grito desde el subsuelo, Fiodor Dostoyevski contra el Homo Festivus”. El Manifiesto(artículo 1) y (artículo 2).
[9] Isaiah Berlin, The hedgehog and the fox, en Russian thinkers, Penguin 2013, p. 39.
[10] Gary Saul Morson, Tradition and counter-tradition:the radical intelligentsia and classical russian literature, en A history of russian thought, Cambridge University Press 2010, p. 153.

Notas II

[11] Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010. p. 198.
[12] Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y monárquico. Leontiev abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como contrapeso a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por una expansión territorial y cultural hacia India, China y Tibet.
[13] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008, pp. 190 y 192.
[14] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 2-3.
[15] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 2-3.
[16] Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke University Press 2001.
[17] Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una de las más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la Alemania de comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a Nietzsche la mayor audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo hasta la fecha” (Martin Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman to the Lenin Mausoleum. Belknap Press, 1999, p. 212).
[18] Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel des Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.
[19]Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes de las reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como denuncias contra el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría sucumbido a la occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia underWestern eyes. Belknap Press 1999, p. 205).
[20] Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San Petersburgo entre los años 1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la sombra del Zar Alejandro I. Su principal obra es: Las veladas de San Petersburgo.
[21] Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics 2013, pp. 72-73.
[22] Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.
[23] Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics, 2013, pp. 277.
[24] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003, pp. 178-179.
[25] Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para su estreno en 1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.
[26] Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.
[27] Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.
[28] Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.
[29]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas exiliados aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo y se conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades occidentales y mejorar la estética de los bienes industriales a través del anti-tradicionalista “Estilo Internacional”, del arte formalista y de la arquitectura”. Steven G. Marks, Obra citada, pag. 264.

Notas III

[30] Richard Stites, Revolutionary dreams, Utopian vision and experimental life in the russian revolution. Oxford University Press 1989, p. 3.
[31] Alexander Duguin, L’appel de l’Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar Éditions 2013, p. 63.
[32] Alexander Duguin, Obra citada, p. 34.
[33] Claude Karnoouh, L’Europe de l’Est à l’heure du désenchantement. En Krisis nº 13/14, Avril 1993, p. 122.
[34] Marlène Laruelle, Le nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre. L’Oeuvre Editions, 2010, p. 67-68.
[35] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 124.
[36] Las invasiones polacas de 1605-1610, la invasión sueca de 1709 y la invasión de Napoleón en 1812, con toda su brutalidad, no tienen parangón con la invasión nazi de 1941-1945.
[37] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 108. La corrección política europea tiene también algo que ver con cierta mala conciencia soterrada. Es imposible obviar que buena parte de la Europa continental – o de amplias capas de su población – mantuvo connivencias de persos grados con la Alemania nacionalsocialista en la época de su apogeo. Algo que difícilmente podrá achacarse a la Unión Soviética, un país que p.ó un tributo de 27 millones de muertos en su lucha contra el nazismo (el pacto germano-soviético de 1939 debe interpretarse, en este sentido, como una maniobra estratégica para ganar tiempo). Una cifra muy elocuente que aclara donde se desangró en realidad la Wehrmacht y quién ganó en realidad la Segunda Guerra Mundial – a pesar de que Hollywood siga intentando hacernos creer otra cosa –. No es extraño que la obsesión europea de la corrección política y del antifascismo retrospectivo sea totalmente ajena a la cultura política de Rusia, un país que en materia de antifascismo no tiene nada que demostrar.
[38] Alexandre Soljenitsyne, L‘erreur de l‘Occident. Grasset 2006.
[39] Georges Nivat, Soljénitsyne, Seuil 1980, p. 108.
[40] Daniel J. Mahoney, Obra citada, p. 67.
[41] Daniel J. Mahoney, Obra citada, , p. 193.
[42] Jean-Francois Colosimo, L’Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski. Fayard 2008, p. 331.
[43] François Maistre, „Le panslavisme a la vie dure“, en Éléments pour la civilization européenne. Printemps 1986, nº 57-58, p. 35.

Notas IV

[44] El eurasismo fue una ideología elaborada principalmente en los ambientes intelectuales y académicos de la emigración rusa en Europa, principalmente en Praga, París y Berlín, durante los años 20 y 30 del pasado siglo. Los principales teóricos eurasistas (y figuras señeras en sus respectivas disciplinas) fueron siete: el geógrafo y economista P. N. Saviskiy (1895-1968); el etnógrafo N. S, Trouvetskoy (1890-1938); el lingüista Roman Jakobson (1896-1982); el filósofo L. P. Karsavin (1882-1952); el historiador G. V. Vernadsky (1887-1973); el pensador religioso G.V. Florovskiy (1893-1979); el filósofo del derecho N. N. Alekséev (1879-1964).
[45]Marlène Laruelle, L’idéologie eurasiste russse, ou comment penser l’empire. L’Harmattan 1999, pag 26. Esta eslavista francesa está considerada como la principal referencia en Europa sobre el movimiento eurasista. A éste ha dedicado, aparte de la obra citada, el libro: La quête d’une identité impériale. Le néo-eurasisme Dans la Russie contemporaine (Petra Editions 2007). En la exposición que sigue nos apoyamos preferentemente en estas obras.
[46]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 30.
[47]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 101-102.
[48]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 103-104.
[49]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 95-96.
[50]Marlène Laruelle, Obra citada, pag 97.
[51] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007, pags. 72-74.
Vinculado a la idea de “espacio de desarrollo común” (mestorazvitija) está el concepto (también desarrollado por los eurasistas) de “lenguas aliadas” (Sprachbund): grupos de lenguas que han desarrollado estructuras similares por contacto mutuo, en contraposición a las “familias lingüísticas” (Sprachfamilie), grupos de lenguas con un mismo origen.
[52]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 179
[53] Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193.
[54]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193
[55]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 269
[56]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 104.
[57] Para los eurasistas “la Iglesia rusa es una Iglesia abierta, que no pretende más que una parte de la verdad, capaz de reconocer otras expresiones religiosas. Según algunos podría hasta ser acusada de panteísmo (…) por sus fuertes influencias paganas (…) La iglesia rusa es una ortodoxia próxima del paganismo de algunos pueblos eurasiáticos, sin vinculación con la ortodoxia griega y balcánica, alejada del cristianismo occidental”. Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 194.
[58] Marlène Laruelle, Obra citada,, pags 109-111.
[59] Marlène Laruelle, Obra citada,, págs. 82-86.
[60] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007, pags. 297-298.
[61] Como movimiento metapolítico el eurasismo es ante todo – señala M. Laruelle – “una atmósfera, una concepción del mundo”. Nunca contó con una plataforma ideológica común, mucho menos con un partido político. De hecho, los itinerarios políticos de los eurasistas fueron divergentes. Puede hablarse de rama “praguense” (Saviskiy, Troubetskoy) muy hostil a la URSS, y de una rama “parisina”, próxima al régimen soviético. La primera tuvo a sus principales interlocutores en la “revolución conservadora” y otras corrientes europeas de “tercera vía”. La rama “parisina” – que acentuaba el papel “ontológicamente revolucionario” del eurasismo – sería infiltrada por los servicios soviéticos. Varios de sus miembros, retornados a la URSS, acabarán en campos de concentración o fusilados. El clima de radicalización de los años 30 redundó en la división del eurasismo y en su práctica extinción en vísperas de la segunda guerra mundial.
Fuente: El Manifiesto, II, III, IV.

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