lunes, 12 de octubre de 2015

Rusia en Siria y la nueva promiscuidad geopolítica

Rusia en Siria y la nueva promiscuidad geopolítica
 
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Santiago Alba Rico * | Cuartopoder |

Cuando la geopolítica habla, los pueblos callan. Nadie escucha ya al pueblo sirio. Nadie lo escucha, en primer lugar, porque una buena parte del mismo está muerta, o en el exilio, o tan aterrorizada que no se atreve a hablar. Pero nadie escucha al pueblo sirio, además, porque hace ya tiempo que ocurrió aquello que el levantamiento democrático de 2011 quería impedir: que su destino fuera decidido por dictadores, fuerzas extranjeras o fanáticos locales. Los revolucionarios no fueron ‘realistas’. Intentaron sacudirse el yugo de la criminal tiranía de losAssad sin pedir permiso ni anticipar las reacciones; sin comprender que el régimen los iba a torturar, tirotear y bombardear con barriles de dinamita; que las hipócritas potencias occidentales y las reaccionarios teocracias del Golfo iban a abandonarles o a contribuir a la militarización de la revuelta en favor de las facciones más fanáticas y radicales; y que los cínicos ‘anti-imperialistas’ (Rusia, Irán y Hizbullah) iban a proporcionar armas y hombres al dictador, sosteniéndolo en el poder y alimentando la salvífica geopolitización de la guerra.
Como confirmando la dolorosa constatación del lúcido y valiente Yassin Al-Hajj Saleh, quien definió la Siria de los Assad como “una sociedad-bomba”, cuatro años y medio después de las manifestaciones de Deraa, la permanencia del régimen está asociada a ese estallido permanente y ampliado que, además de dividir el territorio sirio, deja su futuro en manos de los diferentes verdugos que se lo disputan. Un chiste en internet sintetizaba amargamente la situación en un ficticio “programa de bombardeos para hoy”: a las 8 bombardeo estadounidense, a las 8.56 bombardeo ruso, a las 9.30 bombardeo francés, a las 10 bombardeo británico, a las 11 barriles de dinamita del régimen y una vez a la semana un bombardeo israelí (con pausas, claro, para el café y el almuerzo y ruedas de prensa periódicas del ministro al-Moaleem para exaltar “la soberanía siria”). Cuando la geopolítica se impone, todo ocurre ya en el aire, por encima de las casas sobre las que caen las bombas; y cada muerto ahí abajo significa el avance o el retroceso −como en la antigua mitología griega− de uno de estos ludópatas enfrentados.
La intervención de Putin en Siria revela sin duda el fracaso de las políticas de EEUU, siempre a remolque en Próximo Oriente, y concede ventaja a Rusia, hay que admitirlo, en este pulso interimperialista. Vishay Prashad ha podido describirlo, en términos ajedrecísticos, como un “gambito ruso en Siria”. Ahora bien, para que semejante ‘victoria’ nos alegre, es necesario incurrir en un espejismo y en un fanatismo. El espejismo tiene que ver con el ‘realismo’ geopolítico, del que hablaremos enseguida; el fanatismo con el apoyo entusiasta a uno de los ludópatas en este juego de muerte.
La diferencia entre la izquierda y la derecha es la buena fe o, si se quiere, el justicierismo; la derecha estadounidense, por ejemplo, puede apoyar a un dictador o a un grupo yihadista (o al propio Assad, como Donald Trump) sin hacerse ninguna ilusión al respecto: son ‘nuestros hijos de puta’. La izquierda necesita apoyar siempre la justicia, el humanismo y el socialismo. De manera que ese sector de la izquierda que ha concentrado todo el mal y todo el poder del mundo en la política imperialista estadounidense, y que reduce todo su programa a regocijarse con sus traspiés sin medir las consecuencias, acaba por convertir −paradojas del impulso justiciero− a ‘nuestros hijos de puta’ en valedores de la justicia, el humanismo y el socialismo, lo que les obliga a un ejercicio de negacionismo éticamente repugnante. Como quieren ser buenos y defender una causa buena, convierten a Assad en un ilustrado pacifista que se defiende de una ‘conspiración universal’ y niegan tranquilamente sus torturas y sus barriles de dinamita, responsables de la abrumadora mayoría de las muertes de civiles en Siria; y como quieren ser buenos y justos convierten a Putin en Lenin y su política intervencionista interesada y criminal en una iniciativa contra el terrorismo y por la paz, para lo que hay que negar la evidencia de que hasta el momento la abrumadora mayoría de sus acciones militares, como las del propio Assad, no han ido dirigidas contra el EI sino contra los rebeldes al norte y al sur de Lataquia (ellos sí combatientes contra el EI), y esto con el objetivo de asegurar militarmente el feudo territorial del régimen en un momento de claro retroceso y de facilitarle la cobertura para una contra-ofensiva. La supervivencia del EI −comodín de tantos actores en la región− es la única garantía de supervivencia, y la única fuente de legitimidad de la dinastía Assad.
Podemos alegrarnos de que un ludópata asesino venga a pararle los pies al ludópata asesino que tanto daño ha causado en esa zona del mundo, pero convertir esa alegría visceral en una ‘política anti-imperialista de izquierdas’ supone hacer malabares con los principios (para transformar a un ludópata en un ‘libertador’) e ignorar la realidad sobre el terreno. A los aficionados a los binarismos mitológicos y a los regüeldos de ‘guerra fría’ habrá que recordarles que ninguno de los bloques o países implicados representa una opción emancipadora ni para el pueblo sirio ni para la humanidad; y que, además, no hay dos bloques definidos y enfrentados cuya relación de rivalidad nos proporcione un criterio para orientarnos con seguridad en el conflicto. Dos ejemplos rápidos. Uno: Arabia Saudí apoyó el golpe de Estado en Egipto y la dictadura de Sissi, el cual apoya a Bachar Al-Assad, el cual es combatido por los Hermanos Musulmanes, que hasta que empezó la guerra en Yemen eran considerados por Arabia Saudí su principal enemigo. Dos: Rusia, que apoya a Irán, enemigo de Israel, recibe de Israel drones y formación técnica y coordina sus acciones en Siria con Netanyahu, quien votó en contra de condenar −para indignación de Washington− la anexión rusa de Crimea. Nunca la geopolítica ha sido más promiscua ni ha habido más sexo ocasional, ni con menos criterio ideológico, entre las potencias y subpotencias implicadas en el juego. Que EEUU se debilite y reciba golpes de aliados y rivales (ya no hay ni amigos ni enemigos, lo que dificulta la negociación política al mismo tiempo que impide una ‘guerra total’),−digo− sólo es bueno en sí mismo si con ello ganan las poblaciones y si la alternativa no es peor. Lo que desgraciadamente no es el caso.
Si va ganando Rusia ‘nosotros’ no vamos ganando; y mucho menos va ganando el pueblo sirio. De hecho, la intervención militar rusa directa, que se suma a la −hasta ahora− indirecta y a las otras muchas otras intervenciones multinacionales sobre el terreno, agrava sin duda el sufrimiento de los sirios y aumentará el número de desplazados y refugiados, pero puede complicar además la propia posición de Putin, momentáneamente ‘triunfante’. El ‘fantasma de Afganistán’ reaparece con fuerza en la imaginación del abigarrado campo anti-régimen, donde el claro alineamiento de Putin con Assad no sólo lo convierte en enemigo sino que, por eso mismo, lo inhabilita para presionar en cualquier negociación. Por lo demás, el avispero de milicias y fuerzas encontradas es de tal calibre, y los intereses tan espurios y reaccionarios (pensemos en Arabia Saudí o Turquía o, desde luego, en sus aliados EEUU y la UE), que nunca es descartable un choque más serio, aunque ninguna de las partes lo desee: cuando se negocia con bombazos, los bombazos acaban emancipándose de sus intenciones e imponiendo su propia hoja de ruta.
En Siria, en todo caso, se impone −es verdad− una salida realista. ¿Pero qué quiere decir ‘realismo’ allí donde inevitablemente, contra la voluntad de sus ciudadanos, se ha impuesto la ley de hierro de la geopolítica medio-oriental, y en su expresión más aguda y asfixiante: dictadura, intervenciones extranjeras y yihadismo fanático?
El realismo, a mi juicio, implica aceptar al menos estos cinco puntos, muy difíciles de conciliar entre sí:
  1. Aceptar que la revolución ha fracasado, que la democracia ha salido ya derrotada frente a varias contrarrevoluciones convergentes y que de lo que se trata ahora es de salvar vidas.
  2. Aceptar que sin Rusia e Irán, responsables en buena parte de lo que está pasando, no hay solución política; y que Rusia e Irán −cosa que han aceptado ya, con hipócrita y feroz ‘realismo’, los EEUU y la UE− imponen la supervivencia, al menos provisional, de Bachar Al-Assad y el régimen dictatorial.
  3. Aceptar que sin Arabia Saudí, Turquía y las milicias religiosas ‘moderadas’ en concurso, responsables asimismo de lo que está pasando, tampoco hay solución; y que esas fuerzas no van a consentir la permanencia de Assad en el gobierno. Por no hablar de la dificultad de involucrar en un proceso con Assad a esa mayoría siria inocente, culpable solo de aspirar a un poco de libertad y dignidad y que ha visto por eso morir a sus hijos, padres y amigos bajo los barriles de dinamita o en las cárceles del régimen.
  4. Aceptar que esta ‘solución imposible’ es la condición, y no al revés, para acabar con el Estado Islámico, al que las bombas muy selectivas de unos y otros nutren y justifican, cuando no sencillamente ignoran.
  5. Aceptar, en términos generales, que no estamos en la guerra fría sino en un marco semejante al de la Primera Guerra Mundial, un matadero de enfrentamientos interimperialistas −pábulo de sectarismos y fanatismos identitarios con revisión de fronteras− en el que ni los pueblos de la zona ni la izquierda mundial ni la humanidad en general tienen nada que ganar.
Mientras no se comprenda que de realismo en realismo −como de oca en oca− acabamos en la Calavera y la Mazmorra; mientras no se comprenda que no hay nada más realista que un poco de democracia y de justicia social, el realismo seguirá imponiendo dolor, guerra y saqueo en Siria y en todas partes. No parece que ninguna de las fuerzas mellizas −cómplices y rivales− sobre el terreno, ni EEUU ni Rusia, ni Arabia Saudí ni Irán, ni ‘nuestros’ malos ni ‘nuestros’ buenos, vayan a aceptar este simple principio que los cuestiona a todos por igual.
(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
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