sábado, 19 de septiembre de 2015

El Drama de los Refugiados o la Provocada Crisis de los Estados Fallidos y sus Consecuencias

El Drama de los Refugiados o la Provocada Crisis de los Estados Fallidos y sus Consecuencias



Drama refugiados
La inexistencia de Noruega




Slavoj Zizek
El Mundo


En su clásico estudio 'On Death and Dying' [en español, 'Sobre la muerte y los moribundos'], Elisabeth Kübler-Ross propuso el famoso esquema de cinco fases sobre la forma en que reaccionamos al enterarnos de que padecemos una enfermedad terminal: la negación (uno simplemente se niega a aceptar el hecho:


"Esto no puede estar pasando, no a mí"), la ira (que explota cuando ya no podemos negar el hecho: "¿Cómo me puede pasar esto a mí?"); la negociación (la esperanza de que, sin saber bien cómo, podemos posponer o minimizar el hecho: "Déjame vivir al menos para ver licenciarse a mis hijos"); la depresión (desinversión libidinal: "Me voy a morir, así que ¿para qué molestarse por nada?"); la aceptación ("no puedo luchar contra esto, puedo también prepararme para esto").


Posteriormente, Kübler-Ross aplicó estas fases a cualquier forma de revés catastrófico en el ámbito personal (pérdida de trabajo, muerte de un ser querido, divorcio, drogadicción) y también hizo hincapié en que no se suceden forzosamente en el mismo orden ni han de ser todas esas cinco fases las que experimenten todos los pacientes.


¿No es acaso la reacción de la opinión pública y las autoridades de Europa occidental ante el flujo de refugiados de África y Oriente Próximo una combinación similar de reacciones dispares?


Hay (cada vez menos) negación:
"No es tan grave, simplemente no hagamos caso".


Hay ira: "Los refugiados suponen una amenaza a nuestra forma de vida, ocultan entre ellos a fundamentalistas musulmanes, ¡habría que pararlos como fuera!".


Hay negociación: "¡Vale, establezcamos cuotas y apoyemos campos de refugiados en sus propios países!".


Hay depresión: "¡Estamos perdidos, Europa se está convirtiendo en 'Europistán'!".


Lo que falta es la aceptación, que en este caso habría implicado un plan pan-europeo coherente sobre cómo afrontar la cuestión de los refugiados.


Así pues, ¿qué hacer con los cientos de miles de desesperados que esperan en el norte de África, huyendo de la guerra y el hambre, tratando de cruzar el mar y de encontrar refugio en Europa?


Hay dos respuestas principales. Los liberales de izquierda manifiestan su indignación ante la forma en que Europa está permitiendo que miles de personas se ahoguen en el Mediterráneo; su propuesta es que Europa debe demostrar su solidaridad y abrir sus puertas de par en par. Los populistas anti-inmigrantes reclaman que debemos proteger nuestro estilo de vida y dejar que los africanos resuelvan sus problemas.


Ambas soluciones son malas, pero ¿cuál es peor?


Parafraseando a Stalin, las dos son peores.


Los mayores hipócritas son los que abogan por abrir las fronteras: en el fondo saben que eso nunca va a pasar porque instantáneamente daría lugar en Europa a una revuelta populista. Encarnan el 'alma bella' que se siente superior al mundo corrompido a la vez que participan secretamente en él.


El populista anti-inmigrante también sabe muy bien que, abandonados a sí mismos, los africanos no conseguirán cambiar sus sociedades. ¿Por qué no? Porque nosotros, los europeos occidentales, estamos impidiéndoselo. Fue la intervención europea en Libia lo que sumió al país en el caos.


Fue el ataque estadounidense a Irak lo que creó las condiciones para el surgimiento del ISIS.


La guerra civil en curso en la República Centro Africana entre el sur cristiano y el norte musulmán no es sólo una explosión de odio racial; se desencadenó por el descubrimiento de petróleo en el norte:


Francia (relacionada con los musulmanes) y China (relacionada con los cristianos) están peleando por el control de los recursos petroleros mediante testaferros.


"Los mayores hipócritas son los que abogan por abrir las fronteras: en el fondo saben que eso nunca va a pasar"


Sin embargo, el caso más claro de nuestra culpabilidad es el Congo de hoy, que está surgiendo de nuevo como el "corazón de las tinieblas" de África.


El artículo de portada de la revista Time del 5 de junio de 2006 se tituló "The Deadliest War in the World" ["La guerra más mortífera del mundo"], un detallado documento de la forma en que alrededor de cuatro millones de personas han muerto en el Congo como consecuencia de la violencia política a lo largo de la última década.


No hubo a continuación ni rastro de las habituales protestas humanitarias, como si algún tipo de mecanismo de filtrado hubiera impedido que esta noticia alcanzara todo su impacto.


Para expresarlo de manera cínica, Time había seleccionado la víctima equivocada en el debate sobre la hegemonía del sufrimiento; debería haberse centrado en la lista de sospechosos habituales: las mujeres musulmanas y su difícil situación, opresión en el Tíbet... ¿Por qué semejante ignorancia?


Ya en 2001, una investigación de la ONU sobre la explotación ilegal de recursos naturales en el Congo encontró que el conflicto en el país gira principalmente en torno al acceso, control y comercio de cinco recursos minerales claves: coltán, diamantes, cobre, cobalto y oro.


Tras la fachada de la guerra racial, vislumbramos por tanto el funcionamiento del capitalismo global. El Congo ya no existe como un estado unido; se trata de una multiplicidad de territorios gobernados por caudillos locales que controlan su parcela de terreno con un ejército que, por regla general, incluye a niños drogados.


Cada uno de estos caudillos mantiene relaciones comerciales con una empresa o corporación extranjeras que explotan la riqueza, sobre todo minera, de la región.


Lo irónico del asunto es que muchos de estos minerales se utilizan en productos de alta tecnología, como ordenadores portátiles y teléfonos móviles.


Así pues, olvídense del comportamiento salvaje de la población local; basta con retirar de la ecuación las empresas extranjeras de alta tecnología y se desmorona todo el edificio de la guerra racial alimentada por viejas pasiones.


Por aquí es por donde deberíamos empezar si realmente queremos ayudar a los africanos y parar el flujo de refugiados.


Lo primero es recordar que la mayoría de los refugiados procede de "estados fallidos", estados en los que la autoridad pública es inoperante en mayor o menor grado, al menos en una medida considerable (Siria, Líbano, Irak, Libia, Somalia, Congo...).


Esta desintegración del poder del estado no es un fenómeno local sino una consecuencia de la economía y la política internacionales; en algunos casos, como Libia e Irak, incluso un resultado directo de la intervención de Occidente.


Está claro que este aumento de "estados fallidos" no es una desgracia no intencionada sino también una de las formas en que las grandes potencias ejercen su colonialismo económico.


Debería observarse asimismo que las semillas de los «estados fallidos» de Oriente Próximo hay que buscarlas en las fronteras arbitrarias dibujadas después de la Primera Guerra Mundial por el Reino Unido y Francia, que crearon así una serie de estados "artificiales": al unir a suníes de Siria e Irak, el ISIS está, en última instancia, reuniendo lo que dejaron desunido los amos coloniales.


No se puede dejar de señalar el hecho de que algunos países no demasiado ricos de Oriente Próximo (Turquía, Egipto, Irán, etc.) se han abierto mucho más a los refugiados que los realmente ricos (Arabia Saudí, Kuwait, Emiratos, Qatar...).


Arabia Saudí y Emiratos no reciben ningún refugiado aunque son colindantes con el ámbito de la crisis, además de ricos y culturalmente mucho más cercanos a los refugiados (en su mayoría musulmanes) que Europa.


Arabia Saudí incluso ha devuelto a algunos refugiados musulmanes de Somalia; todo lo que ha hecho ha sido aportar 280 millones de dólares como apoyo a la educación de los refugiados. ¿Será porque Arabia Saudí es una teocracia fundamentalista que no puede permitir ningún intruso extranjero?


Efectivamente, pero también debería tenerse en cuenta que esa misma Arabia Saudí está totalmente integrada en Occidente en el plano económico: desde el punto de vista económico, ¿no son Arabia Saudí y Emiratos meros destacamentos del capital occidental, estados que dependen totalmente de sus ingresos petroleros?


La comunidad internacional debería ejercer una presión máxima sobre Arabia Saudí (y Kuwait, y Qatar, y...) para que cumpla con su deber y acepte un gran contingente de refugiados, sobre todo porque, al apoyar a los rebeldes anti-Asad, Arabia Saudí es en gran parte responsable de la situación en Siria.


Otra de las características que comparten estos países ricos es el surgimiento de una nueva esclavitud.


Si bien el capitalismo se legitima como el sistema económico que implica y promueve la libertad personal (como condición de funcionamiento del mercado), ha generado esclavitud como parte de su propia dinámica: aunque la esclavitud quedó prácticamente extinta a finales de la Edad Media, hizo explosión en las colonias desde la primera modernidad hasta la guerra civil americana.


Puede aventurarse la hipótesis de que hoy, con la nueva era del capitalismo global, también está surgiendo una nueva era de esclavitud.


A pesar de que ya no exista la condición legal de esclavos, la esclavitud adquiere una multitud de nuevas formas: millones de trabajadores inmigrantes en la península de Arabia (Emiratos, Qatar, etc.) que se ven privados 'de facto' de derechos y libertades básicas; el control total de millones de trabajadores de fábricas de Asia en condiciones de explotación, a menudo directamente organizadas como campos de concentración; el empleo masivo de trabajo forzoso en la explotación de recursos naturales en muchos estados del África Central (el Congo, etc.).


"La comunidad internacional debería ejercer una presión máxima sobre Arabia Saudí para que cumpla con su deber y acepte un gran contingente de refugiados"


Tampoco tenemos que buscar tan lejos.


Al menos siete personas murieron el 1 de diciembre de 2013 cuando en una fábrica de ropa de propiedad china en una zona industrial de la ciudad italiana de Prato, a diez kilómetros del centro de Florencia, se produjo aquel domingo un incendio que costó la vida a los trabajadores atrapados en un improvisado dormitorio construido con cartón en el mismo sitio.


El accidente se produjo en la zona industrial de Macrolotto de la ciudad de Prato, conocida por su gran número de fábricas de ropa.


Riberto Pistonina, sindicalista local, comentó:


"Nadie podrá decir que le ha sorprendido, porque todo el mundo sabía desde hace años que, en la zona entre Florencia y Prato, cientos de personas, si no miles, están viviendo y trabajando en condiciones de cuasi-esclavitud".


Sólo Prato tiene al menos 15.000 (chinos) legalmente registrados sobre una población total de menos de 200.000 habitantes, con más de 4.000 empresas de propiedad china. Se cree que en la ciudad están viviendo de manera ilegal unos cuantos miles más de inmigrantes chinos que trabajan hasta 16 horas al día en la producción de ropa barata para una red de mayoristas y talleres.


No tenemos por tanto que buscar muy lejos, en los suburbios de Shanghai (o en Dubai y Qatar), la vida miserable de los nuevos esclavos, e hipócritamente criticamos a China.


La esclavitud puede estar justo aquí, en nuestra casa; simplemente no la vemos (o, más bien, fingimos que no la vemos).


Esta nueva segregación 'de facto', esta explosión sistemática del número de diferentes formas de esclavitud 'de facto', no es un accidente lamentable sino una necesidad estructural del capitalismo global de hoy. Ésta es quizás la razón por la cual los refugiados no quieren ir a Arabia Saudí, aunque ¿no son los refugiados que vienen a Europa quienes se ofrecen a convertirse en barata mano de obra precaria, en muchos casos a costa de los trabajadores locales, que reaccionan ante esta amenaza adhiriéndose a los populistas anti-inmigrantes?


Para la mayoría de ellos, ésa será la realidad de la consecución de su sueño.


Los refugiados no sólo están escapando de su tierra natal asolada por la guerra, sino que también están poseídos por un cierto sueño.


Podemos ver una y otra vez en nuestras pantallas a refugiados en el sur de Italia que han dejado claro que no quieren quedarse allí, que en su mayoría quieren vivir en los países escandinavos.


¿Y qué pasa con los miles que acampan alrededor de Calais, que no están satisfechos con Francia sino que están dispuestos a arriesgar sus vidas por entrar en el Reino Unido?


¿Y con las decenas de miles de refugiados en los países balcánicos que desean llegar, al menos, a Alemania? Exponen este sueño como un derecho incondicional y demandan a las autoridades europeas no sólo comida y atención médica adecuadas sino también transporte hasta el lugar de su elección.


Hay algo enigmáticamente utópico en estas exigencias imposibles: como si fuera deber de Europa hacer realidad su sueño, un sueño que, por cierto, está fuera del alcance de la mayoría de los europeos


(¿cuántos europeos del sur y del este preferirían también vivir en Noruega?).


Se puede observar en este punto la paradoja de la utopía: precisamente cuando las personas se encuentran en situación de pobreza, angustia y peligro y cabría esperar que se dieran por satisfechas con un mínimo de seguridad y bienestar, estalla la utopía absoluta.


En el caso de los refugiados, la dura lección consiste en que "Noruega no existe", ni siquiera en Noruega. Tendrán que aprender a censurar sus sueños: en lugar de correr tras ellos en la realidad, deberían centrarse en cambiar la realidad.


Hay que ser muy claros en este punto: tiene que abandonarse la idea de que la protección del estilo específico de vida de uno mismo es en sí mismo una categoría proto-fascista o racista.


Si no lo hacemos así, abrimos el paso a la ola anti-inmigrante que crece en toda Europa y cuya señal más reciente es el hecho de que, en Suecia, el anti-inmigrante Partido Demócrata ha superado por primera vez a los socialdemócratas y se ha convertido en el partido más fuerte del país.


La reacción tópica de la izquierda liberal es, por supuesto, una explosión de moralismo arrogante: en el momento en que damos la más mínima credibilidad al lema "protección de nuestro modo de vida", ya comprometemos nuestra posición puesto que proponemos una versión más modesta de lo que los populistas anti-inmigrantes defienden abiertamente.


¿No es ésta la historia de las últimas décadas? Los partidos centristas rechazan el racismo declarado de los populistas anti-inmigrantes pero, al mismo tiempo, manifiestan "su comprensión de las preocupaciones" de la gente común y corriente y proponen una versión más "racional" de esa política.


"Los casos de Irak, Siria y Libia demuestran cómo una forma incorrecta de intervención así como la falta de intervención terminan en el mismo punto muerto"


No obstante, si bien hay un punto de verdad en esta reacción, se debería rechazar sin embargo la actitud humanitaria predominante en la izquierda liberal.


Las quejas que revisten de moralidad la situación (la murga de que "Europa ha perdido empatía, es indiferente al sufrimiento de los demás", etc.) no son más que el anverso de la brutalidad contra los inmigrantes.


Comparten el supuesto, que en modo alguno es evidente por sí mismo, de que una defensa del estilo propio de vida excluye un universalismo ético.


Debería por lo tanto evitarse el dejarse atrapar en el juego liberal de "cuánta tolerancia podemos permitirnos", ¿o es que deberíamos aplicar la tolerancia si impiden a sus hijos asistir a escuelas públicas, si obligan a sus mujeres a vestirse y comportarse de una determinada manera, si arreglan los matrimonios de sus hijos, si maltratan a los homosexuales que haya entre ellos...?


En este nivel, por supuesto, nunca seremos lo suficientemente tolerantes, o somos ya y siempre excesivamente tolerantes, pasamos de los derechos de la mujer, etc.


La única manera de salir de este punto muerto es ir más allá de la simple tolerancia hacia los demás: no nos limitemos a respetar a los demás, ofrezcámosles inmediatamente luchar en común puesto que nuestros problemas son hoy comunes.


Se impone, por tanto, ampliar la perspectiva: los refugiados son el precio de la economía global. En nuestro mundo global, los productos circulan libremente pero las personas, no: están surgiendo nuevas formas de segregación.


La cuestión de las barreras porosas, de la amenaza de ser inundado por extranjeros, es estrictamente inmanente al capitalismo global, es un índice de lo que hay de falso en la globalización capitalista.


Es como si los refugiados quisieran ampliar también a las personas la libre circulación global de los productos. Si bien las grandes migraciones son una constante en la Historia de la humanidad, su principal causa en la Historia moderna son expansiones coloniales: antes de la colonización, los países del Tercer Mundo eran principalmente comunidades locales autosuficientes y relativamente aisladas; fue la ocupación colonial la que desmontó las vallas de esta forma de vida tradicional y dio lugar a migraciones renovadas a gran escala (también mediante la trata de esclavos).


La ola actual de migraciones en Europa no es una excepción.


En Sudáfrica, hay más de un millón de refugiados de Zimbabue expuestos a los ataques de los pobres locales por robarles su trabajo.


Y habrá más, y no sólo debido a conflictos armados sino a más "estados sin ley", crisis económicas, desastres naturales, cambio climático, etc.


Ahora se sabe que, a raíz de la catástrofe nuclear de Fukushima, las autoridades japonesas pensaron por un momento en que tuviera que evacuarse la totalidad del área de Tokio (20 millones de personas).


¿A dónde tendrían que haber ido? ¿En qué condiciones? ¿Debería habérseles entregado un pedazo de tierra o dispersarlos por el mundo?


¿Qué ocurriría si el norte de Siberia se volviera más habitable y apropiado para la agricultura mientras que grandes extensiones subsaharianas se volvieran demasiado secas para que viva allí una gran población, cómo se organizaría el intercambio de población?


Cuando ocurrían en el pasado cosas similares, los cambios sociales se producían de manera espontánea, salvaje, con violencia y destrucción, perspectiva que resulta catastrófica en las condiciones actuales, con armas de destrucción masiva a disposición de todas las naciones.


La principal lección que hay que aprender, por tanto, es que la humanidad debería estar preparada para vivir de una manera más "plástica" y en plan nómada: cambios locales o globales en el medio ambiente pueden imponer la necesidad de transformaciones sociales inauditas a gran escala.


Una cosa está clara: la soberanía nacional tendrá que redefinirse de manera radical y tendrán que inventarse nuevos niveles de cooperación global.


¿Y qué decir de los inmensos cambios en la economía y el consumo debidos a nuevos patrones climáticos o a la escasez de agua y de fuentes de energía? ¿Mediante qué procesos de decisión se decidirán y ejecutarán dichos cambios?


Habrá que romper una gran cantidad de tabúes y adoptar una serie de medidas complejas.


"La esclavitud puede estar justo aquí, en nuestra casa; simplemente no la vemos (o fingimos que no la vemos)"


En primer lugar, Europa tendrá que reafirmar su pleno compromiso de proporcionar medios para la supervivencia digna de los refugiados. No debería cederse a ninguna componenda: las grandes migraciones son nuestro futuro y la única alternativa a este compromiso es una barbarie renovada (lo que algunos llaman «choque de civilizaciones»).


En segundo lugar, como consecuencia necesaria de este compromiso, Europa debe organizarse e imponer normas y regulaciones claras. Debe reforzarse el control estatal de la corriente de refugiados mediante una vasta red administrativa que abarque la totalidad de la Unión Europea (para evitar barbaridades locales como las de las autoridades de Hungría y Eslovaquia).


A los refugiados debe garantizárseles su seguridad, pero también les debe quedar claro que tienen que aceptar el lugar de residencia que les asignen las autoridades europeas, además de respetar las leyes y normas sociales de los estados europeos: ni la más mínima tolerancia a la violencia religiosa, sexista o racial venga de donde venga, ni derecho alguno a imponer la propia forma de vida o religión a los demás, respeto a la libertad de cada individuo a abandonar sus costumbres comunitarias, etc.


Si una mujer opta por taparse el rostro, debe respetarse su elección pero, si opta por no cubrírselo, tiene que estar garantizada su libertad de obrar así. Efectivamente, una serie de reglas como éstas privilegian en el fondo el estilo europeo occidental de vida, pero es el precio de la hospitalidad europea.


Estas reglas deberían establecerse y aplicarse con claridad, mediante medidas represivas (contra fundamentalistas extranjeros, así como contra nuestros propios racistas anti-inmigrantes) en caso necesario.


En tercer lugar, habrá que inventar un nuevo tipo de intervenciones internacionales: intervenciones militares y económicas que eviten trampas neocolonialistas.


¿Qué tal si fuerzas de Naciones Unidas garantizaran la paz en Libia, Siria o el Congo? Los casos de Irak, Siria y Libia demuestran cómo una forma incorrecta de intervención (en Irak y Libia) así como la falta de intervención (en Siria, donde, bajo la apariencia de no intervención, potencias externas, de Rusia a Arabia Saudí, están implicadas al máximo) terminan en el mismo punto muerto.


En cuarto lugar, la tarea más difícil e importante es un cambio económico radical que debería abolir las condiciones que generan refugiados.


La causa última de los refugiados es el propio capitalismo global actual y sus juegos geopolíticos y, si no lo transformamos radicalmente, inmigrantes procedentes de Grecia y de otros países europeos se sumarán pronto a los refugiados africanos.


Cuando yo era joven, el intento organizado de regular el interés común se llamaba comunismo. Tal vez deberíamos reinventarlo. Tal vez sea ésta nuestra única solución a largo plazo.


¿Es todo esto una utopía? Puede ser, pero si no lo hacemos, entonces es que estamos realmente perdidos y nos merecemos estar perdidos.


Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Su obra 'Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico' (Akal) se publicará en septiembre.
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