domingo, 21 de junio de 2015

JEAN-FRANCOIS BOYER / México en guerra


JEAN-FRANCOIS BOYER / México en guerra

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JEAN-FRANCOIS BOYER / Le Monde Diplomatique - Las decapitaciones, los cadáveres en fosas clandestinas o la desaparición de personas, como los 43 normalistas de Ayotzinapa, se han vuelto trágicamente cotidianos. Si bien es cierto que la guerra contra los narcos abonó este estado de violencia generalizada, las causas deben buscarse en un complejo entramado que involucra la complicidad del poder político, las disputas entre los carteles y un gran reservorio de mano de obra desempleada.
Los policías que ingresaron en la madrugada del 7 de noviembre de 2011 a la cárcel de Acapulco, la gran ciudad balnearia del Pacífico, no podían creer lo que veían: una veintena de prostitutas dormían en las celdas junto a los detenidos. La requisa que se realizó luego reservaba otras sorpresas: secuestraron un centenar de kilos de marihuana, televisores, lectores de CD, gallos de riña e incluso dos pavos reales, animales de compañía favoritos (junto con el jaguar) de famosos narcotraficantes.
La anécdota resulta reveladora. Lenta pero ostensiblemente corroído por el crimen organizado, México ya no controla sus cárceles, ni vastos sectores de su territorio. Los narcos ya no se conforman con abastecer el mercado estadounidense de cocaína (1), anfetaminas y marihuana, corromper para proteger su negocio y masacrarse entre sí. Tras seis años de una “guerra” contra el tráfico de drogas lanzada por el entonces presidente Felipe Calderón –con el fin de recuperar su prestigio mancillado por las acusaciones de fraude en las elecciones de 2006–, y que movilizó a más de cuatrocientos mil policías y cincuenta mil soldados, amenazan hoy al Estado y sus instituciones de norte a sur de la República.
Las principales víctimas de los mafiosos son las policías –municipales, regionales o federales–, porque los persiguen o colaboran con sus competidores.
Los carteles ya no dudan en enfrentar a los convoyes del ejército o la armada en las regiones donde gobiernan de hecho. Es el caso de “La Familia” en la región de Tierra Caliente, en el estado de Michoacán, o Los Zetas en el noreste del estado de Tamaulipas. Estas dos organizaciones paramilitares actúan la mayoría de las veces en represalia, tras la ejecución o encarcelamiento de alguno de sus jefes. La violencia de los enfrentamientos demuestra que el crimen organizado dispone actualmente de un armamento pesado –capaz de hacer frente a blindados y ametralladoras– y de sistemas de comunicación ultramodernos que le permiten conocer los movimientos del adversario. ¿Cómo los obtiene? De la manera más legal del mundo, en las armerías del vecino del norte, o más discretamente, a través de los vendedores de armas estadounidenses.
La “guerra por las plazas”
La entonces Procuradora General de la República (PGR), Marisela Morales, hizo en 2012 un balance de las pérdidas registradas por las fuerzas del orden de diciembre de 2006 a junio de 2011: 2.888 soldados, personal naval, policías y agentes de los servicios de inteligencia. El 45% de ellos eran policías municipales, una cifra que sugiere que las comunas, células básicas de la organización política del país, soportan el mayor peso de la guerra. Porque las mafias pretenden además imponer su ley a los poderes locales; por la sangre, si es necesario. Para ello, influyen cada día un poco más en el juego democrático y los procesos electorales. Treinta y dos alcaldes han sido asesinados desde 2006 [datos de 2012], la mayoría por el crimen organizado. El asesinato del “presidente municipal” (equivalente del alcalde) de la ciudad de La Piedad, en Michoacán, en noviembre de 2011, pareció un desafío lanzado al poder central: el hombre era uno de los principales apoyos de la candidatura de la hermana del presidente Calderón, Luisa María Calderón, al cargo de gobernadora del estado. En las regiones que considera estratégicas, la mafia influye también en las elecciones de los gobernadores.
Ninguna institución escapa a esta voluntad hegemónica. Ni siquiera la Iglesia. En julio de 2007, Ricardo Junious, un sacerdote estadounidense de 70 años, pagó con su vida la campaña que impulsaba en los barrios populares de la capital contra la prostitución infantil y la venta de drogas a menores. El arzobispo de Durango, quien había declarado que “todo el mundo, salvo las autoridades” sabía dónde se escondía el jefe del cartel de Sinaloa, debió retractar sus dichos, precisando a la prensa que en adelante sería “sordo y mudo” (2). Entre el temor y la resignación, el país está cansado de contar a sus muertos: 55.671 desde 2006, según el diario La Jornada; 65.000, según el semanario Zeta; aproximadamente 47.500, según la PGR. La credibilidad del gobierno se desmorona. Cuando, en noviembre de 2011, falleció el ministro del Interior Francisco Blake Mora, víctima según las autoridades de un accidente de helicóptero, la mayoría de los analistas y comentaristas mencionaron inmediatamente la hipótesis de un atentado. La preocupación crece cuando la población se entera de que las agencias antidrogas estadounidenses –en particular, la Drug Enforcement Agency (DEA)– actúan en el territorio nacional con el aval del gobierno mexicano, y cuando influyentes personalidades como Jorge Castañeda o Héctor Aguilar Camín mencionan la necesidad de una intervención directa de Estados Unidos en el conflicto, a través de un “Plan Colombia” versión mexicana (3). La guerra contra el narcotráfico reduce de manera evidente el margen de maniobra de México frente al gran vecino del norte.
Desde el inicio de la campaña para las elecciones presidenciales de 2012, la mayoría de los medios de comunicación y los comentaristas autorizados imputaron la responsabilidad de este drama nacional al entonces presidente Calderón. Los más indulgentes (¿o los más condescendientes?) afirmaban que se lanzó en esta guerra de manera irreflexiva, sin haber medido el alcance del problema. Otros, basándose en testimonios de ex funcionarios cómplices del tráfico de drogas en la época en que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominaba el país (1928-2000), sugerían que la “cruzada” de Calderón consolidó el dominio del cartel de Sinaloa –del que sería cómplice– sobre sus rivales, en particular, el cartel del Golfo, Los Zetas y el cartel de Juárez (4). Finalmente, la izquierda en su conjunto afirmaba que la militarización del país constituye una amenaza para los derechos humanos y la joven democracia mexicana. Se impone una breve mirada retrospectiva para comprender por qué la violencia criminal estalló repentinamente, en medio de la transición política que vio el fin del (muy largo) reinado del PRI con la victoria en 2000 de Vicente Fox, surgido al igual que Calderón del Partido Acción Nacional (PAN). Hasta entonces, las grandes organizaciones criminales ligadas al tráfico de drogas –como los carteles del Golfo, Guadalajara, Juárez y Tijuana– operaban a su antojo sin afectar demasiado la vida cotidiana del país.
Gozando de la protección ofrecida por el Estado a su más alto nivel, los cargamentos de droga llegaban sin dificultades a la frontera estadounidense. Viejos Boeing y Caravelle despegaban de Colombia cargados con decenas de toneladas de cocaína y, aunque eran detectados por los radares instalados en América Central por la DEA, ingresaban en el espacio aéreo mexicano, y aterrizaban no lejos de la frontera. Balsas y lanchas rápidas descargaban discretamente los cargamentos en las costas de Yucatán, Veracruz, Sinaloa o Baja California. A fines de los años 1990, las investigaciones realizadas por la PGR, las principales agencias antidrogas estadounidenses y la jueza suiza Carla del Ponte revelaron el increíble alcance de la protección de la que gozaba el crimen organizado durante los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. Los gobernadores de Chihuahua, Morelos, Tamaulipas, Quintana Roo, Veracruz y Sonora, todos miembros del PRI, fueron sospechados o imputados, al igual que varios directores de la policía judicial, generales miembros del Estado Mayor del Ejército, comandantes de regiones militares, así como ministros. Algunos narcos afirmaban que los secretarios privados de los dos anteúltimos presidentes –así como el hermano del presidente Salinas de Gortari, Raúl– formaban parte de estas redes. Un documento de la inteligencia militar mexicana que data de 1995 confirma estas acusaciones (5). A cambio de esta protección generosamente remunerada, el Estado imponía a los mafiosos no atacar a sus rivales y respetar sus territorios. El PRI, el partido-Estado, controlaba entonces suficientemente los engranajes de la administración y de la fuerza pública para imponer semejante acuerdo, y para hacerlo aplicar desde el gobierno central hasta las comunas, pasando por los gobiernos regionales. Pero todo cambió con la victoria de Fox. Tras la derrota del PRI, la mayoría de los altos funcionarios cómplices del crimen organizado fueron reemplazados. Al igual que las de 1997, las elecciones regionales y locales de 2000 llevaron al poder a gobernadores y alcaldes que ya no pertenecían al PRI. Por primera vez en veinte años, los narcos se encontraban frente a una multitud de interlocutores políticos que, por diversas razones, ya no se sentían obligados por los acuerdos anteriores. Esperando restablecer nuevos circuitos de corrupción en las altas esferas del Estado, debían rediseñar rápidamente otras rutas de “tráfico hormiga”, para transportar la droga. Para controlar estas vías, no existía otro recurso, en el corto plazo, que corromper a los alcaldes y policías municipales que controlaban los puntos estratégicos de los nuevos itinerarios, de la frontera de Guatemala a la del norte. Las reglas de juego cambiaron: los carteles se enfrentaron para adueñarse de nuevos bastiones. México descubrió lo que se denomina la “guerra por las plazas”.
La primera gran batalla de este nuevo conflicto se libró en Nuevo Laredo, en 2003, en la frontera entre Tamaulipas y Texas. Durante semanas, los pistoleros del cartel del Golfo se enfrentaron con los sicarios del cartel de Sinaloa; cada bando contaba con el apoyo de un sector de la fuerza pública. Según Edgardo Buscaglia, especialista en crimen organizado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 2008, el 60% de las comunas del país fueron “capturadas o feudalizadas” por el narcotráfico (6).
La aparición de una nueva organización acabó de tornar la situación ingobernable. Tras la detención en 2003 del último jefe indiscutido del cartel del Golfo, Los Zetas, su brazo armado, se emanciparon de su tutela. Dirigidos por ex miembros de las fuerzas especiales del ejército, adoptaron “una estrategia más mafiosa que narcotraficante”, nos explica Luis Astorga, uno de los mejores especialistas en el tema. Al tener dificultades para instalarse en el comercio de la droga, se lanzaron a otras actividades (extorsión, secuestros, tráfico de inmigrantes y prostitución, juegos clandestinos, contrabando, falsificación…). Su objetivo era simple: extender su influencia al conjunto del país para maximizar su volumen de negocios. Para ello, no dudaron en atacar las plazas fuertes de los carteles tradicionales, aliándose a veces a mafias locales del mismo tipo que entrenaban y asesoraban, como la Familia Michoacana, en el oeste del país, en los márgenes de los feudos del cartel de Sinaloa. Tras la guerra por las “plazas”, comienza la batalla por los “territorios”.
Militarización de la sociedad
La generalización de la violencia no es pues directamente imputable a la decisión del presidente Calderón, tomada en 2006, de lanzar masivamente al ejército, la armada y la policía federal a la represión del crimen organizado. Es consecuencia de una reestructuración que se volvió inevitable por la alternancia política, y del surgimiento de una nueva forma de criminalidad. En cambio, la responsabilidad del actual presidente es evidente en otros puntos. Su gobierno optó por una estrategia errónea. A pesar de los golpes a los estados mayores de las mafias, la “guerra” no redujo el tráfico propiamente dicho: los veintidós jefes narcos detenidos o abatidos durante el sexenio de Calderón –de treinta y siete identificados por las autoridades– fueron inmediatamente reemplazados. En lo sustancial, nada cambió: en 2011, según el Departamento de Estado estadounidense, el 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos seguía pasando por México.
Por otra parte, el gobierno no combatió la corrupción. Ahora bien, allí reside el problema de fondo. Las confidencias de Ismael “El Mayo” Zambada al director del semanario Proceso lo confirman. A la pregunta “¿Por qué la guerra contra el narcotráfico está perdida?”, el más antiguo de los cabecillas de Sinaloa, sarcástico, respondía al periodista, el 3 de abril de 2010: “El narcotráfico está arraigado en la sociedad, al igual que la corrupción”. El gobierno se defiende de esta acusación de manera poco convincente, recordando que en 2010, 1.500 funcionarios y 500 empresarios fueron sancionados por casos de corrupción. La PGR precisa que el 28% de sus efectivos fueron despedidos en los dos últimos años. Pero nada se hizo para convencer a la opinión pública, la clase política y el mundo de los negocios de la voluntad gubernamental de atacar las raíces del mal. La lucha contra el lavado de dinero no dio mayores resultados, aunque se hayan adoptado nuevas reglamentaciones fiscales y bancarias para combatirlo. El Banco de México publicó recientemente cifras preocupantes: durante el sexenio de Calderón, el sistema bancario nacional identificó más de 31.000 millones de dólares de origen ilícito, es decir, un 106% más que bajo la presidencia de Fox (2000-2006) (7). “El dinero sucio se invierte sobre todo en los estados del Norte, donde aparecen empresas prósperas en los sectores de la construcción, inmobiliario y hotelero. Sería fácil investigar sus ingresos”, nos explica el economista Rogelio Ramírez de la O. El jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda recuerda, por su parte, que la evaluación de las sumas blanqueadas cada año en México aún oscila entre 15.000 y 50.000 millones de dólares, es decir, entre el 3% y el 8% del PIB.
Pero es en el terreno de los derechos humanos que el balance gubernamental es juzgado más severamente. Las fuerzas armadas y la policía federal implicadas en la represión resultan culpables de múltiples excesos. Varios civiles fueron asesinados por militares por no detenerse a tiempo en los cordones del ejército.
Bravache, un oficial superior destinado a la dirección de la policía de Torreón, declaró a la prensa: “Si agarro a un zeta, lo mato. ¿Para qué interrogarlo? El ejército tiene su servicio de inteligencia, no necesita información adicional” (8). Una denuncia presentada por el abogado Netzai Sandoval y 28.000 ciudadanos mexicanos ante la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya pone en evidencia más de doscientos casos de torturas por parte de las fuerzas armadas. La mayoría de los prisioneros no son presentados al Ministerio Público tras su detención, tal como lo exige la ley, y son interrogados en los cuarteles durante varios días.
El Ministerio de Defensa poco ha hecho para poner fin a la impunidad de la que gozan sus soldados. De 2006 a 2011, sólo veintinueve fueron condenados, mientras que la fiscalía militar instruyó 3.671 casos de violaciones graves a los derechos humanos. En resumen: el Estado da la impresión de no controlar más a su ejército ni a su policía. O lo que es peor, de querer militarizar la sociedad. Muchos mexicanos se sublevan contra estas prácticas propias de una dictadura bananera de los años 70, que afectan además la imagen del ejército, una de las pocas instituciones hasta ahora respetadas por la mayoría de la población. A lo largo de 2011, el poeta Javier Sicilia, padre de un adolescente asesinado por los sicarios de Cuernavaca, logró reunir a un sector de la izquierda bajo el lema “¡No más sangre!”. Apoyado por la mayoría de las organizaciones no gubernamentales (ONG) nacionales, denunció el mal funcionamiento de los sistemas represivo y judicial. Esta campaña, aunque no haya sido masiva, despertó mayor preocupación en una opinión pública desconfiada, desencantada y cínica. Terminó desacreditando a la Presidencia de la República, única institución capaz de consolidar el frágil proceso de democratización de México. La ofensiva de Calderón se volvió pues contra el orden institucional que pretendía defender. El narcotráfico demostró estos últimos años que con o sin la complicidad activa del poder era capaz de poner en jaque al Estado y controlar una parte importante del territorio. Esta demostración tendrá sin duda consecuencias políticas. La sociedad parece haber adherido a la idea del regreso del PRI al poder: sólo éste sería capaz, dicen, de negociar con el narcotráfico y recuperar la paz… Con el triunfo de Enrique Peña Nieto en las presidenciales de 2012, los carteles obtuvieron su primera victoria sobre la democracia mexicana.
Notas
1. Según el Departamento de Estado estadounidense, en 2011, el 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos pasaba por México. Según la misma fuente, entre 18 y 20 toneladas de heroína y 16.000 toneladas de marihuana (cifras de 2009) también transitan por el país. No existen cifras serias sobre las metanfetaminas.
2. Patrice Gouy, “Des catholiques mexicains se mobilisent contre la guerre de la drogue”, La Croix, París, 24-7-12.
3. Hernando Calvo Ospina, “En las fronteras del Plan Colombia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2005.
4. Véase el testimonio del ex general Acosta Chaparro, condenado por colusión con el cartel de Juárez y luego liberado por la justicia militar, en Anabel Hernández, Los Señores del Narco, Grijalbo, México DF, 2011.
5. Véase La Guerre perdue contre la drogue, La Découverte, París, 2001.
6. “El narco ha feudalizado 60% de los municipios, alerta ONU”, La Jornada, México DF, 26-6-08.
7. Víctor Cardoso, “BdeM: en 2 sexenios panistas el crimen lavó más de 46,5 mil mdd”, La Jornada, 29-11-11.
8. “Si agarro a un zeta, lo mato. ¿Para qué interrogarlo?”, La Jornada, 13-3-11.

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