lunes, 2 de febrero de 2015

No hay paz para Tierra Caliente

No hay paz para Tierra Caliente

El conflicto sigue en Michoacán, el narco se ha balcanizado y muy pocos creen en las autodefensas


Miembros del Ejército mexicano inspeccionan vehículos en la carretera de Apatzingán a Aguililla (Michoacán) el 24 de enero. / saúl ruiz

José Zamora Méndez es un hombre sencillo. De lunes a viernes, en horario de mañana y tarde, trabaja en el Panteón Municipal de Apatzingán. Y también, cuando hay demanda, los fines de semana. Por quincena le pagan 3.302 pesos (192 euros). Es muy poco, sobre todo si se tiene en cuenta que maneja el instrumento más preciso para medir la muerte en Tierra Caliente: la pala del enterrador. Con ella en la mano, sentencia que pocas cosas han cambiado en esta azotada región del sur del México. A los pobres se les sigue enterrando en montículos de tierra bajo una cruz de madera, y a los “demasiado ricos”, como dice Zamora, en rosados panteones de inspiración dórica, equipados con aljibes, placa solar, aire acondicionado y hasta asadores para celebrar al fallecido. Un universo abigarrado que el sepulturero contempla sin ningún entusiasmo. “A mí que me entierren en tierra, uno se consume rápidamente y se puede marchar mucho antes de aquí”.
Tierra Caliente sigue siendo un mal lugar para vivir y mucho peor para morir. Han pasado casi dos años desde que las autodefensas se levantaron contra la depredación del cartel de Los Caballeros Templarios, y un año desde que el presidente de la República de México, Enrique Peña Nieto, enviase a un comisionado plenipotenciario para apaciguar esa volcánica zona. En ese tiempo, aunque la pesadilla mística de la narcosecta de Los Templarios se ha atemperado, nadie en Apatzingán, La Ruana o Tepalcatepec cree que la paz haya vuelto. Los tiroteos se suceden, la tasa de homicidios se mantiene entre las más altas de planeta y, por las noches, las calles andan vacías bajo la luz blanca de los faroles. El lobo sigue ahí, todos lo saben. Y hay quien le espera armado. Martín Gómez, concejal del PAN (derecha) en Apatzingán, es uno de ellos. Fue secuestrado y su casa saqueada. Sabe que aún le quieren matar. Pero él jura que no se moverá de ahí “por vergüenza”. Cree en Dios y en su AK-47. De noche, por si vienen a por él, duerme sobre cargadores. Ahora, en una posada de su ciudad, la capital de Tierra Caliente y feudo templario, ha pedido un café largo y solo. Para este concejal, autodefensa de corazón, el combate está lejos de acabar: “El comisionado presidencial se apoyó en los sectores más podridos, arruinó a las autodefensas, negoció con nuevos grupos criminales como Los Viagras para terminar con los templarios, y ahora estos han ocupado su lugar”.
En Michoacán, la huella del comisionado Alfredo Castillo Cervantes es profunda. Su llegada abrió un nuevo ciclo. Investido de poderes extraordinarios (sólo comparables a los de la comisión encargada de frenar el movimiento zapatista en los noventa), tuvo un arranque fulgurante. Apoyado en un ejército de casi 10.000 agentes federales y soldados, rompió el espinazo a los templarios. En pocos meses, cayeron sus dos líderes: el enloquecido Nazario Moreno González, alias El Chayo, y Enrique Plancarte Solís, El Señor de los Caballos. El brazo del adelantado alcanzó a políticos corruptos como el hasta entonces intocable Jesús Reyna, el hombre que desde su puesto de secretario de Gobernación (Interior), y gobernador interino durante 2013, había dirigido la lucha contra el narco y que se descubrió que estaba sometido a Los Templarios. Las armas federales también apuntaron contra la principal arteria del cártel: su financiación. El yugo de la extorsión, que tenía bajo su bota desde la venta ambulante hasta el poder municipal, se aflojó.
La estrategia se completó con la liquidación de las inestables autodefensas, las partidas armadas de origen popular que se habían alzado contra los narcos ante el colapso del Estado. El camino elegido fue su absorción en las Fuerzas Rurales, un cuerpo que en el siglo XIX pacificó el país. Con este recurso de anticuario se les dio armas, uniforme y la promesa de un sueldo. Más de 3.000 sublevados pasaron casi de la noche a la mañana a convertirse en agentes de la autoridad. En el camino, su principal líder, el irredento doctor José Manuel Mireles, fue encarcelado por negarse a acatar el nuevo orden.
Por un momento, Tierra Caliente, escenario de todas las convulsiones de la historia de México, parecía haberse calmado. Pero pronto la pala del sepulturero volvió a trabajar. La Fuerza Rural se mostró demasiado endeble. La infiltración del narco a través de los perdonados (antiguos sicarios supuestamente arrepentidos), el apoyo de algunos comandantes a organizaciones criminales, y las laberínticas rivalidades entre sus cabecillas hicieron saltar por los aires cualquier atisbo de paz. A mediados de diciembre, un enfrentamiento entre dos facciones acabó con 11 muertos en La Ruana. Tres semanas después, nueve civiles vinculados a Los Viagra, cayeron a balazos tras un confuso desalojo policial del Ayuntamiento de Apatzingán. Tensiones largamente ocultas emergieron sin pudor. México contempló espantado cómo el experimento de las fuerzas rurales se abocaba al caos. El comisionado Castillo tuvo que disolver estas fuerzas en amplias zonas de Tierra Caliente. Y poco después, convertido en un personaje incómodo por la inminencia de las elecciones, fue depuesto por el presidente Peña Nieto. Su tiempo había terminado.
-“Viene una guerra entre los narcos”.
El padre José Luis Segura, de 59 años, está sentado en un patio de su parroquia, en La Ruana. Es el edificio más alto del municipio. Su campanario de siete pisos descolla en un pueblo de casas bajas y calles multicolores. La torre luce dos relojes con las agujas ancladas en las doce en punto. Así llevan desde hace 10 años. Bajo este tiempo parado, el cura ha enterrado a muchos caídos en esta inacabable guerra. Él mismo vive amenazado, le han llegado a sacar del coche para apalearle, pero eso no le hace perder la calma. “Los narcos se están reacomodando, hay grupos enfrentados a muerte y las autoridades tienen que intervenir rápidamente. Aquí aún reina la impunidad”, advierte.
Las palabras del cura apuntan al problema fundamental de Michoacán. La caída de El Chayo propició el ascenso de Servando Gómez Martínez, alías La Tuta, a la cúpula de Los Templarios. Este amante de la nigromancia, posiblemente el hombre más buscado del país, se ha burlado a lo largo de estos meses del cerco y no ha dejado de filtrar vídeos comprometedores. Alcaldes, hijos de mandatarios y exgobernadores han ido sucumbiendo ante las grabaciones que les mostraban en actitud servil frente a La Tuta. Oculto en estas volcánicas y bellísimas tierras, el narcotraficante ha convulsionado a su antojo la vida política michoacana. Pero su poder real, la inmensa maquinaria de depredación que llegó a poseer en Tierra Caliente, se quebró en el choque con los ejércitos federales. Y por las fisuras de su imperio han entrado las nuevas hordas criminales. Pequeñas bandas de sicarios, como Los Viagra, han pasado de vender su artillería al mejor postor a erigirse ellos mismo en un poder autónomo. De la fragmentación han surgido una miríada de grupos ultraviolentos que ahora luchan entre sí para hacerse con el control territorial y ocupar el trono de sus antecesores. Es la balcanización del terror.
“En cualquier momento esto se viene abajo, estamos en una calma tensa”, vaticina Luis Medina, de 47 años. Lleva sombrero de paja, vaqueros y una enorme hebilla con el relieve de una quijada de búfalo. Posee una moderna empacadora de limones en San Juan de los Plátanos, entre Apatzingán y La Ruana, justo donde se situaba hace dos años la abismal frontera entre los templarios y las autodefensas. En esa línea, a las puertas de su empresa, hubo un tiempo en que el amanecer descubría los cuerpos decapitados por el narco. “Aquí los empresarios nos la jugamos, y el que no se acostumbra, se marcha”. Medina se ha sentado en su despacho de paredes verde ácido y puertas blindadas. Parece sincero cuando habla. Aunque admite que la extorsión ha disminuido, insiste en que los robos han subido y, sobre todo, en que la economía no levanta cabeza. Las promesas de inversión del Gobierno federal no se han materializado y la violencia ahuyenta el capital privado. Con un PIB per cápita de 5.150 dólares, la mitad que la media mexicana y casi seis veces menos que la española, Michoacán sigue siendo un enfermo crónico. Cualquier nuevo virus lo puede hundir. Otra vez. Y la fuerza rural no parece el antídoto adecuado.
A la entrada de Tepalcatepec (15.000 habitantes), bajo un polvoriento toldo azul de Cervezas Corona, Isauro Birrueta Rodríguez está preparando un caldo de res sobre unas brasas. Acaba de echar maíz y pimientos a la caldera, y la mira con hambre. A la altura del cinturón le asoman la barriga y la Beretta 9 milímetros. Fue ganadero, autodefensa y ahora pertenece a la fuerza rural. Con sus compañeros de puesto, vigila desde un desvencijado sillón de coche, uno de los pocos municipios donde esta nueva policía parece funcionar. En el último año no han tenido ningún enfrentamiento grave. Y a diferencia de otros lugares, se han blindado (al menos, aparentemente) del narco. Pero ninguno está demasiado contento. No tienen dinero para gasolina, ni para gastos de munición, ni siquiera para una muda del uniforme.
- ¿Y ustedes han matado narcos?
- “Claro que sí”, responde con fuerza un agente rural, para inmediatamente, ante las miradas inquisitivas de sus compañeros, rectificar. “Bueno, no, sólo los he herido…”.
Su evasiva desata una carcajada general. Poco después se sentarán todos a comer, dando la espalda a la carretera de entrada que deben vigilar, ese camino por el que puede llegar en cualquier momento el zarpazo que todos temen en Tierra Caliente. La bestia que dará trabajo, mal pagado, al sepulturero Zamora.

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