miércoles, 29 de octubre de 2014

Cempazúchitl





Cempazúchitl

2014-10-28



Jorge F. Hernández, El País

En realidad, es caléndula o margarita, pero en México esa flor amarilla o anaranjada es Flor de muerto que amanece por todos lados en cuanto pasan las lluvias y sirve de ofrenda para las tumbas de todos nuestros difuntos cada segundo día de noviembre. Me gusta imaginar que el cempazúchitl es la naranja flor con toda la energía del Sol, pero también toda la saudade y serena melancolía de los colores de otoño, ocres en amarillo, rojo y naranja que siempre han de ser como telones de infancia o eco de silencios y efectivamente, pétalos incontables, abultados como pequeños puños cerrados que le llegan a uno después de llorar, llover de madrugada tantas ausencias y volver a intentar ese raro silogismo donde ya no están los que en realidad se han ido, aunque han de quedar para siempre en tanto hay alguien que los recuerde.

En la infancia viví la confusión de los colores entre otras amnesias y cada otoño en el bosque de otro idioma donde crecí proliferaban inmensas calabazas anaranjadas en medio de montículos de hojas secas como manteles para eso que llaman los gringos Thanksgiving, y luego esas mismas calabazas eran esculpidas a navaja para convertirse en calaveras vegetales o linternas en cada puerta a la espera del Halloween. En la confusión, yo sentía pertenecer a una cultura donde se habla cantando y las calaveras son de azúcar blanca, salpicadas con todos los colores y bautizadas con el nombre de quien ha de comérselas a mordidas nomás para burlarse de la muerte, porque la vida no vale nada y demás filosofías rancheras. A contrapelo de la tradición norteamericana de convocar a todos los espantos, dráculas y disfraces, en un volado a cara o cruz, trick or treat de espanto o golosinas, en México se honra a los muertos llevándoles su comida preferida directamente a su tumba y convirtiendo en mesa para otra reunión de las familias la misma lápida, donde no debe faltar un caballito de tequila o cigarros sin filtro y un mantel de cempazúchitl como manta naranja para los fríos de esa madrugada que dura ya para siempre.

Con el tiempo, veo que la confusión naranja del Día de Muertos en México y el Halloween gringo se ha acentuado y distorsiona el ánimo menos pensante de la mayoría mexicana: en un país asediado durante los últimos lustros con cientos de cadáveres descuartizados por el muy organizado crimen organizado resulta no sólo de mal gusto sino de repugnante sorpresa ver que se ha puesto de moda chocarrera atorar manos ensangrentadas o piernas falsas de maniquís en las puertas o cajuelas de los coches que circulan en el tráfico endemoniado de la Ciudad de México. Puedo dejar para diciembre mi queja sobre las ridículas e inmensas orejonas de renos ajenos o santacloses obesos que le ganan ya cada año en popularidad a los Reyes Magos, pero no puedo callar mi intolerancia al desprecio hollywoodezco y halloweenero con el que parece olvidarse el hondo sentimiento de respeto con el que la flor de cempazúchitl honra a los mexicanos muertos y más en estos días.

Es una vergüenza imperdonable que a un mes de distancia las autoridades no sepan –y si saben, no digan—en dónde están tantos y todos los que faltan hoy. Hablo de los 43 estudiantes, maestros en potencia, que fueron desaparecidos durante la madrugada del pasado 27 de septiembre, pero también de los miles de otros ausentes, muertos, decapitados, descuartizados, quemados en vida, enterrados vivos o disueltos en amnesia que pueblan la neblina de ya varios noviembres. Las pasadas cuatro semanas no han sido más que la acumulación continua de chismes entrelazados con dudas, las falsas pistas y las garantizadas mentiras de los políticos, el hartazgo desatado de todos los inconformes y el latido cada vez más creciente de la violencia; también han sido semanas de una suerte de conciencia en ebullición, manifestada en marchas multitudinarias, solidaridades instantáneas, pero a la sombra de una incertidumbre que no se mitiga con las capturas de algunos de los culpables, la sorprendente coincidencia de haber apresado a un gran capo narcotraficante directamente ligado a la geografía de Iguala, Guerrero y también directamente asociado a los presuntos autores intelectuales y materiales de la desaparición y muy probablemente matanza de los estudiantes de Ayotzianapa.

A partir del pasado 27 de septiembre, se prolonga una larga madrugada de soledad y silencio donde la incertidumbre no se calma con la puntual información diaria de los posibles paraderos de los personajes siniestros de este Halloween, de las renuncias de algunos de los responsables que parecen payasos sin disfraz, o la biografía de la prófuga bruja esposa de un exalcalde también prófugo que ahora parece vampiro, infladas sus alas siniestras con la rara amnesia que aqueja hoy mismo a todos aquellos que habiéndose fotografiado con él (habiéndole levantado la mano cuando era no más que un humilde vendedor de huaraches en el mercado transfigurado en prometedor político de un partido que decía preocuparse por los desamparados) ahora juran no haberlo ni conocido y quizá esas fotos no sean más que un gran truco en el aquelarre de las brujas del photoshop. A todos los que el alcalde Drácula les chupó la sangre porque de eso se trata la política y el juego de los presupuestos, los escuchamos ahora cómodamente negando incluso haberlo visto en persona o haber sabido –aunque fuera de oídas—de sus negros vuelos.

A la orilla de la piscina, con la piña colada siempre a mano, un México que prefiere hablar del Jinete sin cabeza como infantil leyenda del folclor norteamericano toma su iPhone y le pone Like a todas las páginas de Facebook donde se manifiesten las críticas buena onda contra la violencia, re-tuiteando los 140 caracteres que exigen justicia con una buena canción de fondo, mientras que en las orillas de todas las calles hay otro México sin internet, ajenos a la dicotomía del trick or treat de la reciente Reforma Energética o el Megaproyecto galáctico para el nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, que no pone Like sino que acude en masa a la próxima marcha, todos a una con la justificada demanda de exigir que se nos diga dónde están Todos los que faltan y cuándo se piensa encarcelar a Todos los responsables... y sí, también está el otro México que tiene sus propios deudos y duelos por región y el otro México que parece intacto por tanta desgracia aunque se diga consternado, mientras toda sangre y revuelta no altere sus acciones en bolsa, su puntaje en el golf, sus planes vacacionales y la boda de su sobrina... pero hay un callado México que está en las llamas del llano de Pedro Páramo o en el enrevesado mosaico de Los recuerdos del porvenir (la novela de Elena Garro que se desarrolla precisamente en los paisajes de Iguala en Guerrero) y no pocos versos de la Piedra de Sol de Octavio Paz, muchísimos párrafos de José Revueltas y más de un poema y poemínimo de Efraín Huerta y los cuentos de José Emilio Pacheco o las crónicas de Federico Campbell o la voz en la distancia de Juan Gelman y todas, absolutamente todas las flores amarillas que pueblan las páginas de Gabriel García Márquez.

La incertidumbre no se calma con la información de algunos responsables que parecen payasos sin disfraz

Hablo de los escritores que quiero honrar en el altar de muertos, con pan dulce, aguardiente de caña, calaveras de azúcar, cigarros sin filtro y ejemplares de todos sus libros, todo ello acomodado sobre una alfombra naranja de caléndula que es cempazúchitl, flor que sirve para untar en las heridas para que se vuelvan cicatriz, porque por encima de todos los Méxicos posibles, por encima incluso de la bandera a media asta o con los colores en negro, por encima de la geografía política y la geometría económica, por encima de la comprobada coexistencia de los tres poderes del Estado sobre un inmenso territorio cogobernado por el crimen organizado... muy por encima de todo eso, está un México donde se dicen en voz alta o se rezan en silencio de todas las noches los nombres con apellidos y rostro intactos de Todos los desaparecidos y todos nuestros muertos, todos nuestros mejores versos y tanta cultura ensangrentada de siglos que no merma la convencida esperanza de que aquí están incluso los ausentes, porque la memoria que nos une ha de abatir toda forma de la amnesia como una flor anaranjada que creo que es mejor símbolo para honrar al vacío que nos habita que todas las carcajadas que acostumbran rodear a la recurrente mascarada donde bailan los disfraces.

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