domingo, 30 de diciembre de 2012

Narcoguerra: los rostros de víctimas y victimarios

Narcoguerra: los rostros de víctimas y victimarios

Los dibujos de algunos de los desaparecidos en el sexenio de Calderón. Foto: AP / Alexandre Meneghini
Los dibujos de algunos de los desaparecidos en el sexenio de Calderón.
Foto: AP / Alexandre Meneghini
Con base en el estudio “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, publicado en noviembre por el Centro de Análisis de Políticas Públicas México Evalúa, y con datos oficiales y periodísticos, Proceso ofrece el perfil de la mayoría de los asesinados en el sexenio de Felipe Calderón y de su victimario (“reflejos del mismo espejo”). Es un joven pobre, sin educación, padre y esposo… En ese rostro está todo lo que México perdió de su futuro y de su tranquilidad. Y como fondo y marco de ese retrato, las ciudades devastadas, las sombras y los trozos de quienes fueron excluidos de la escuela, del empleo, y finalmente de la vida.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En seis años el territorio nacional se pobló de tumbas prematuras.
Los muertos de la guerra desatada durante la administración de Felipe Calderón tienen rostro de entre 24 y 35 años, de sexo masculino, habitante de la frontera norteña. Estaba casado, si no es que vivía en unión libre. Era padre. No tuvo más que la educación básica. Siempre fue pobre. Murió de forma violenta.
Si tuviera que describirse en uno solo, este sería el perfil que compartirían la mayoría de los asesinados del sexenio. Un retrato idéntico al de su homicida, que sólo varía en la edad: era cinco años más joven. Víctima y victimario son reflejos del mismo espejo.
El asesinato es la segunda causa de muerte entre los jóvenes mexicanos. En las actas de defunción de los registros civiles los accidentes automovilísticos fueron desplazados por los homicidios o, mejor dicho, los juvenicidios, que en algunas zonas alcanzaron proporciones epidémicas.
Ese contagio obligó a miles de padres y madres a enterrar a sus hijos jóvenes, a contracorriente de la ley de la vida. Dejó con el corazón roto y pocos pesos en la bolsa a miles de niñas-madres-viudas, y con el futuro desdibujado a sus hijos.
En el sexenio que concluye fueron abiertas 62 mil fosas nuevas que no estaban contempladas en los trazos de los panteones (según estimación del analista Diego Valle-Jones). Esas son las tumbas conocidas, con el nombre del finado escrito en una cruz. Hay por lo menos otras 25 mil personas de las que no se sabe si están vivas pero retenidas a la fuerza, o si descansan en fosas clandestinas o fueron convertidas en ceniza.
En ese lapso murieron asesinadas 101 mil personas. Casi un Estadio Azteca con cupo lleno. El mismo número de los muertos en las guerras de Los Balcanes o de Irak. Poco más de la mitad alcanzados por balazos, aunque la mayoría no eran soldados.
Son 101 mil actas de defunción o expedientes abiertos en alguna procuraduría, aunque un solo expediente puede contener hasta 72 muertos, como el que fue abierto para los migrantes asesinados en San Fernando. Según la PGR, 53 mil de ellos ultimados con bala.
A pesar de los reiterados esfuerzos, México no alcanzó el título de país más mortífero del planeta pero sí destacó como el país puntero en el incremento de sus homicidios. El aumento del 30% le dio el récord.
Con datos del Inegi, de las procuradurías de justicia estatales y del Sistema Nacional de Seguridad Pública, y apoyado de un grupo de expertos, el Centro de Análisis de Políticas Públicas México Evalúa hizo posible este primer perfilamiento de los muertos del sexenio. Los asesinados. Al menos la mitad, víctimas del crimen organizado. O ejecutados –palabra derivada de “ejecutar”, verbo que ingresó a nuestro diccionario a la par de “sicarear”.
Aunque este reportaje se basa en el estudio de noviembre de 2012 del mencionado centro de análisis, titulado “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, este semanario ubicó informes oficiales y periodísticos para ayudar en la caracterización de quiénes, cómo y dónde murieron.
La foto obtenida no es fija. Conforme el país se fue militarizando y los cárteles se fragmentaban, el perfil de asesinos y asesinados varió y se volvieron más crueles las formas de arrancar almas de sus cuerpos. Cuerpos muchas veces descoyuntados.
Los datos fríos dan nuevo sentido a los testimonios recogidos a lo largo de estos años en voz de  organizaciones sociales, expertos locales y familias víctimas. Esos cambios demográficos ya los notaban empleados de morgues y panteoneros de municipios como Badiraguato, Sinaloa, donde las muertes de jóvenes desplazaron a las de ancianos.
Y los gritaban muchas madres frente a los cuerpos sangrantes de sus hijos baleados, tirados como bolsas de basura en el pavimento de cualquier calle de Ciudad Juárez, que a partir de 2008 se convirtió en maquiladora nacional de muertos. Esa frontera escupió uno de cada 10 asesinados del país.
De esa magnitud era la queja del médico encargado de guardias de la Clínica 35 del Seguro Social, una de las tres destinadas a baleados, quien lamentaba:
A cada rato hace falta sangre porque el banco de sangre tiene un stock limitado (….) Los que llegan no son derechohabientes casi nunca, no pagan porque no hay manera de cobrarles: o no vienen con familia o están en condiciones muy precarias (…) La mayor parte de los que están matando son jóvenes, pobres, tatuados en condiciones de indigencia muy marcadas. Pocos son a los que matan en camionetas.
La vocación industrial de producir muertos en serie pronto fue copiada por ciudades como Chihuahua, Tampico, Torreón, Culiacán, Cuernavaca, Monterrey, Acapulco y Apatzingán, entre otras, contagiadas por las “epidemias de violencia”, como definió el experto Eduardo Guerrero el fenómeno del crecimiento abrupto de la violencia sostenida durante semanas o años.
El tifón de la violencia dejó a su paso sociedades malheridas. Al menos 344 mil personas son consideradas “víctimas invisibles”, esos sobrevivientes (padres, esposas, hijos) que dependían del asesinado, que lloran su partida, que algunas veces se describen a sí mismos como muertos en vida.
La proporción sugerida por Arturo Arango Durán y su hijo Juan Pablo Arango, expertos en estadística criminal, es de 1.4 huérfanos por cada muerto. Son niños a los que les arrebataron el horizonte: tendrán problemas para continuar los estudios por falta de dinero y de concentración. Si eran pobres, si no reciben ayuda, caerán al sótano de la miseria.
(Fragmento del reportaje que se publica en Proceso 1887, ya en circulación)

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