martes, 11 de diciembre de 2012

LA LOCURA POR EL CONTROL DEL VATICANO



CONTINUACIÓN DEL ARTÍCULO: EPN Y LA IGLESIA CATÓLICA...

LA LOCURA POR EL CONTROL DEL VATICANO La clandestinidad en la que se han forjado los acuerdos entre el Grupo Atlacomulco y la cúpula eclesial más extremista encubre todo tipo de maquinaciones. Sólo tiene que seguirse la línea hasta 1942. La inclusión de [su Ilustrísima y tres veces obispo, el atlacomulquense] Maximino Ruiz y Flores en el equipo de Fabela no fue un paso menor. Hizo emerger a esa Iglesia radical como un poder paralelo. Le dio un espacio y la posicionó al frente en las campañas electorales. Su ilustrísima tenía otras “cualidades” ocultas: el 25 mayo de 1915 apoyó en forma abierta la creación de la Unión de Católicos Mexicanos, la U, que se convirtió en el andamio de la ultraderecha mexicana, entre cuyas finalidades, aparentes e idílicas, sobresalían favorecer la presencia de la fe católica y el reinado de Cristo en México. […] También analizaba a los candidatos en elecciones, les creaba un perfil y lo hacía público, al menos entre sus militantes. Pero además, funcionaba como un centro de información e inteligencia que se ocupaba de obras sociales, política, gobierno y hacienda, entre otras cosas. Con políticos en sus filas, a principios de los años 20, la U pronto controló ayuntamientos en Michoacán, pero también sostuvo enfrentamientos violentos con otras fuerzas. Un delegado apostólico del Vaticano, monseñor Filippi A. Gasparri, fue quien empezó a sospechar la peligrosidad de aquella organización, pues era un elemento desestabilizador. […] Por ese entonces, 1921, la U era muy importante para Maximino, de la cual opinaba: “Su fin principal era ir ganando terreno en las elecciones, comenzando por los municipios, siguiendo por los diputados y gobernadores de los estados, hasta llegar a las cámaras de la federación y a la misma Presidencia de la República. Todo esto sin miras bastardas ni ambición personal alguna, sino sólo por el bien de la Iglesia y por ende de la patria”. […] Y si Alberto Tavira, autor del libro Las mujeres de Peña, señala al aspirante [Enrique] como destinado al sacerdocio por su familia desde pequeño, la lista también la integran otros de Atlacomulco, como Juan Monroy o el mismo Arturo Montiel, quien según sus propias declaraciones estudió un tiempo en el seminario. Lo cierto […] es que la creación de un obispado de Atlacomulco sólo era cuestión de tiempo. Y con Arturo Vélez en el poder eclesiástico las cosas se aceleraron en 1984, con Ricardo Guízar al frente de ella. Estuvo ubicado en la diócesis de Tlalnepantla y en el 2009 fue sustituido por Carlos Aguiar Retes, cercano al panismo, pero conservó el cargo de arzobispo emérito. Todavía en marzo de 2011, Guízar firmó una misiva pública, junto con otros obispos, cuyo mensaje aparente era invitar a votar a los mexiquenses en las elecciones para gobernador. “Nos preocupa percibir cómo se ha debilitado el tejido social. La fragmentación social, el individualismo y la apatía han introducido, en distintos ambientes de la convivencia social, la ausencia de normas, que tolera que cualquier persona haga lo que le venga en gana, con la certeza de que nadie le dirá nada”, decían los prelados. El propio Peña, un año antes y todavía como gobernador, dijo ante el mismo Guízar que gobierno e Iglesia tenían “objetivos comunes, propiciar condiciones de mejora, de paz y de tranquilidad a la ciudadanía, a la feligresía en su caso, a la grey, a la que usted esta pastoreando”. Otro cura cercano a Peña es Florencio Armando Colín Cruz, obispo auxiliar de México, emparentado con la familia de Juan Monroy Pérez, amigo y patrocinador de Arturo Montiel. Este personaje es importante, dice Jorge Toribio, porque se coloca en un lugar estratégico que podría llevarlo a la sucesión del actual Papa, cuando éste muera. La lista que proporciona es enorme. El clero, plagado de mexiquenses en cargos donde pueden influir en el destino del país, tendrá, como en cada proceso electoral, su participación. No es casual que el Papa haya visitado al país en tiempos comiciales y tampoco resultó extraño que lo haya hecho. Priistas y panistas tienen un origen común, que actualmente los ubica en el extremo más conservador de la ultraderecha. Al final del día, los atlacomulquenses también esperan contar con el apoyo de monseñor José Francisco Robles Ortega, cardenal de Guadalajara, amigo de Peña. Aunque pocos lo recuerdan, Robles fue obispo de la diócesis de Toluca de 1998 a 2003. Y siempre llevó relaciones cordiales con el Grupo Atlacomulco, sobre todo con los ex gobernadores César Camacho Quiroz y Arturo Montiel Rojas. VISTA A LA DISTANCIA, la influencia de Su Ilustrísima Ruiz y Flores también fue determinante para que el 11 de abril de 1951 el humilde párroco Arturo Vélez Martínez recibiera la llamada Consagración Episcopal. […] Al margen de los problemas judiciales que enfrentó, “Vélez Martínez es una de las personalidades más destacadas del Estado de México e hijo dilecto de Atlacomulco, murió el 22 de agosto de 1989 en la ciudad de Toluca, a los 85 años de edad, después de haber estado al frente de la diócesis durante casi 30 años”, precisan [Antonio] Corral Castañeda y [Adela] García Moreno. […] Desde principios del siglo XX, el cura radical Maximino Ruiz se convirtió, en forma abierta la mayoría de las veces, en guía “moral” y espiritual de los caciques atlacomulquenses. A su muerte, el lugar fue ocupado por Vélez Martínez, “el cura del diablo”, llamado así porque desapareció los apoyos económicos de sus feligreses. Seducidos por fantasmas del poder eclesial, otros hijos de Atlacomulco, conocidos por sus andares políticos, también intentaron, si bien en forma infructuosa, seguir la carrera sacerdotal. Entre ellos destacan Enrique Peña del Mazo —padre del presidente Peña—, Arturo Montiel Rojas y Juan Monroy Pérez, pero ninguno tuvo el carácter y la disciplina necesarios, los únicos requisitos con que contaban eran el amor al dinero público y su ambición de poder. A la muerte de Su Ilustrísima Vélez Martínez, los atlacomulquenses no se quedaron sin un representante de Dios en la Tierra. Su lugar lo ocupó monseñor Abelardo Alvarado Alcántara, actual obispo auxiliar emérito de la Arquidiócesis de México. Sus credenciales lo avalan como digno sucesor: de 1999 a 2003 fungió como secretario general de la Comisión del Episcopado Mexicano y de 2004 a 2006 fue encargado del Departamento de Relaciones Iglesia-Estado en la Secretaría General de la CEM. Para explicarlo mejor, cuando Arturo Montiel y Peña fueron gobernadores, monseñor Alvarado Alcántara se convirtió en un hombre poderoso, cumpliendo con su primera cualidad; es decir, el haber nacido en Acambay —tierra original de los Peña—, que pertenece a la Diócesis de Atlacomulco. Y por si alguien dudara del apoyo que éste dio a Enrique, algunos de sus mensajes lo aclaran. Apenas pasados los comicios del 1 de julio de 2012, escribió: “Las supuestas irregularidades que se cometieron el día de la elección parecen ser las normales en una votación en que supone un trabajo arduo y complejo (actualizar el padrón electoral, imprimir millones de boletas, instalar las casillas, representantes de los partidos que verifiquen el desarrollo de la elección, el conteo de los votos, las actas que dan fe de los resultados, los miles de observadores nacionales y extranjeros, etc., etc.). Es decir, se trata de errores humanos que no inciden gravemente en el resultado”. Fuentes allegadas a la cúpula de la Iglesia católica advierten que, a finales de la década de 1990, Alvarado Alcántara constituyó uno de los pilares para que Atlacomulco fuera considerado en la categoría de Diócesis. Además, los viejos atlacomulquenses recuerdan que su ingreso al seminario y, más tarde, al clero de poder, se dio de la mano del obispo Arturo Vélez Martínez. Por si le faltara alguna credencial, forma parte de la gran familia del Grupo Inversionistas en Autotransportes Mexicanos, S.A. de C.V, o IAMSA —que controla, entre otros, 8 mil unidades de transporte de pasajeros—, fundado por Jesús Alcántara Miranda, originario de Acambay, y que preside su hijo Roberto Alcántara Rojas, pariente de Arturo Montiel. Ésta es una de las claves. Monseñor es tío de Jesús Sergio Alcántara Núñez —de la misma familia de Acambay—, un político ligado al primer equipo del nuevo Presidente, aunque, según los peñistas, hace parte del trabajo sucio. Ellos advierten que fue el suplente de Peña cuando este último llegó a la Legislatura del Estado de México en 2003, de donde brincó a una diputación federal. […] Todo es perceptible, nada se ha dejado al azar: monseñor Alvarado es familiar del empresario Mayolo del Mazo Alcántara —propietario de los balnearios Cantalagua y Tepetongo—, emparentado éste, a su vez, con Alfredo del Mazo González. […] En el entramado de relaciones y parentescos, fuentes de Iglesia afirman que Alvarado Alcántara se ha convertido, en los hechos, en enlace entre el presidente Peña —como lo hacía cuando éste era gobernador— y la Confederación del Episcopado Mexicano, así como con algunos de los obispos más influyentes del país. Lo han convertido en un personaje central de la historia. […] En esa trama de apellidos, parientes y paisanos, Nuestro Tiempo Toluca aclara más dudas: otro sacerdote oriundo de Atlacomulco es Abelardo Alvarado Alcántara, emparentado con la familia Del Mazo y los Alcántara, también de aquel municipio, pero dueños de líneas de transportes a nivel nacional y de la terminal de camiones Observatorio, en la Ciudad de México. Pero más allá de pasillos oscurecidos por el rumor, se le conecta con el millonario abad de la Basílica de 1963 a 1996, Guillermo Schulenburg Prado —el cura que negó las apariciones de la Virgen de Guadalupe—, quien había depositado su fortuna y herencia en dos partes. Una, en una cuenta del banco HSBC y otra en un llamado ‘Fideicomiso Guillermo Schulenburg Prado’, creado por un acuerdo de Fideicomiso Inglés, en Merrill Lynch, Trust Services S.A., Ginebra, Suiza. Muerto el domingo 19 de julio de 2009, Schulenburg había desatado una controversia cuando, el 24 de mayo de 1996, puso en duda la existencia de Juan Diego y, por ende, las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Cerro del Tepeyac. En una carta que envió al Vaticano fue muy claro y enfático: “La existencia del indio Juan Diego no ha sido demostrada, podríamos obtener muchas firmas de eclesiásticos preparados, así como de laicos intelectuales que avalan esta carta, pero no queremos provocar un inútil escándalo, simplemente queremos evitar que disminuya la credibilidad de nuestra Iglesia”. También declaró a la revista italiana 30 Giorni que la existencia de Juan Diego era “un símbolo y no una realidad”, y encendió la controversia y las alarmas de la cúpula religiosa cuando advirtió que la imagen de la Virgen de Guadalupe era “producto de una mano indígena y no de un milagro”. […] Desde hace años, Toluca ve con perplejidad cómo, anticipándose a la edad de jubilación de monseñor Alvarado Alcántara, la cúpula peñista se acercó al Excelentísimo obispo Florencio Armando Colín Cruz, encargado de la primera Vicaría Episcopal Santa María de Guadalupe, la más importante de México, anclada en el Distrito Federal. Vicario episcopal de la primera zona pastoral, monseñor Colín Cruz nació en Hondigá, Acambay, el 27 de octubre de 1950. Según su biografía oficial, es el tercero de cuatro hijos procreados por Jesús Colín Colín y Socorrito Cruz Gómez. Su formación filosófica y teológica tiene dos alma mater. La primera, el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de la Arquidiócesis de México; la segunda, la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma, donde realizó estudios de especialización en el Pontificio Instituto Bíblico (1978-1982), que completó con un semestre en The Hebrew University of Jerusalem (Israel), donde obtuvo la licenciatura en ciencias bíblicas. El 22 de abril de 1982 recibió en México la ordenación presbiteral de manos del Excelentísimo cardenal Ernesto Corripio Ahumada. De 1988 a 1992 estuvo nuevamente en Italia, donde, además de cursos complementarios a su formación, elaboró y defendió su tesis con la que obtuvo, en la Pontificia Universidad Gregoriana, su doctorado en teología bíblica. Su hoja oficial de vida ofrece algunos datos atractivos para el Grupo Atlacomulco: el 12 de octubre de 1996, bajo las órdenes del Excelentísimo cardenal Norberto Rivera Carrera, dejó la Vicerrectoría del Seminario Conciliar y se hizo cargo de la Parroquia de Capuchinas. Monseñor Colín “es el tercer canónigo en hacerse responsable tanto de la Parroquia de Capuchinas como de la Capilla de Indios, Capilla del Pocito y del Bautisterio, administradas de manera independiente a la Basílica. Después de dos años, el cardenal lo nombró integrante del Cabildo de Guadalupe, haciéndolo canónigo junto con monseñor José Luis Guerrero y monseñor Juan Aranguren”. En la dimensión de locura en la que entró el Grupo Atlacomulco desde que se confirmó la imposición de Enrique Peña en la Presidencia de la República, hay convencimiento de que monseñor Colín Cruz es el elegido para sustituir a Rivera Carrera como arzobispo primado de México y cabeza de la Iglesia católica mexicana. En efecto, futuristas ilusos o videntes precoces, priistas del Estado de México están convencidos de que, con el apoyo sólido del presidente Peña —y sus amistades en el Vaticano—, monseñor Colín Cruz tiene la posibilidad de erigirse en guía moral de todos los mexicanos, influir para que le otorgue la investidura de cardenal que ahora tiene Rivera Carrera y desde allí, iniciar una cruzada por el papado. Si es una mera vacilada o no, es cuestión de esperar, pero, como dicen los viejos atlacomulquenses, medio en broma y medio en serio: “Ya tenemos seis gobernadores, un presidente de la República, un puñado de obispos y estamos en camino de tener un cardenal. Sólo nos hace falta tener un dios propio, nuestro dios”. Como se acogen a la vieja consigna de que en la vida nadie regala nada y que uno mismo debe procurarse todo, han empezado a ordenar el expediente negro del cardenal Rivera Carrera, empezando por las demandas interpuestas en Los Ángeles por proteger a pederastas, como el prófugo presbítero Nicolás Aguilar Rivera; o la dispensa que guardó al padre Marcial Maciel, otro cura inmoral y pederasta, fundador de los Legionarios de Cristo. Abrigan la inconsciente ambición de que el Estado de México se convierta en el centro del mundo. No debe tomarse a broma que vean a uno de los suyos como cardenal, sustituto del conspicuo Norberto Rivera Carrera, cuarto arzobispo primado de México, trigésimo quinto sucesor de Fray Juan de Zumárraga, custodio de la imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac y, por tanto, responsable del manejo de los dineros de la Basílica y de la Plaza Mariana. Bajo cualquier concepto que se le busque, la importancia de monseñor Rivera salta a la vista: es también integrante del Pontificio Consejo para la Familia, de la Comisión para América Latina, del Consejo ordinario del Secretariado General del Sínodo de Obispos y de la Comisión Vaticana de Asuntos Económicos de la Sede Apostólica. En un lenguaje que muy pocos entienden y sin que, aparentemente, se le conceda mayor importancia porque fue un sinónimo del poder de Peña, llegado el momento esperan que, poco a poco, florezcan los pecados del cardenal Rivera, las historias ocultas que debilitan su imagen y minan su autoridad en el Estado Vaticano. Resalta, en primer lugar, la muerte de monseñor Jesús Guízar Villanueva en enero de 2010. Ya hay quienes empiezan a recordar que, antes del deceso —ocurrido en condiciones tan extrañas que llevaron a sospechar de un homicidio—, el extinto Guízar envió a Roma documentos confidenciales en los que denunciaba actos de corrupción —enriquecimiento ilícito— de monseñor Diego Monroy Ponce, rector de la Basílica de Guadalupe de enero de 2001 al 14 de enero de 2011, cuando fue sustituido por monseñor Enrique Glennie Graue. Bajo el ala protectora del cardenal Rivera, Monroy Ponce fue acusado de hacer jugosos negocios con el culto guadalupano o, lo que es lo mismo, enriquecerse al amparo de la Villa de Guadalupe, el principal santuario católico de México, que recibe 20 millones de peregrinos cada año, así como de poner en marcha la construcción de la Plaza Mariana —en la explanada de la Basílica—, conocido como el más ambicioso complejo religioso-comercial de México y en el que se invirtieron 44 mil 650 millones de pesos, producto de donaciones atribuidas, en su mayoría, a las empresas del magnate Carlos Slim. La libertad de cultos ha permitido que muy pocos —el grupo de la Iglesia católica que encabeza el cardenal Rivera— conozca cómo se invirtió el dinero y qué destino se le dará, entre otros ingresos, a los 5 mil millones de pesos que se obtendrán por la venta de 115 mil nichos. Aparte se cuentan las limosnas, así como el cobro por bodas, bautizos, comuniones o misas de aniversario luctuoso o los acuerdos ocultos en las donaciones por 44 mil millones de pesos para edificar la Plaza Mariana en terrenos donados por el Gobierno del Distrito Federal en 2003. […] Priistas mexiquenses que formaron parte del primer círculo del gobernador Peña miran con incredulidad al cardenal Rivera y recuerdan que hay demandas contra él en una corte radicada en Los Ángeles, California. Más aún, no han olvidado el desdén del papa Benedicto XVI a Rivera durante la visita que Su Santidad hizo a México en marzo de 2012. Aunque es cabeza del mayor arzobispado de México, el cardenal fue relegado a ocupar un segundo plano, lo que evidenció no sólo tensión, sino un conflicto serio entre el Vaticano y algunas prominentes figuras de la Iglesia mexicana, pero en concreto con el cardenal Rivera por acusaciones como las de monseñor Guízar, sobrino del santo mexicano Rafael Guízar y Valencia, y pariente, por el lado materno, de Marcial Maciel. La percepción aumenta a niveles insospechados desde que el 30 de abril de 2010 el papa Benedicto XVI nombró como obispo de la Diócesis de Atlacomulco a monseñor Juan Odilón Martínez García, un humilde párroco originario del municipio mexiquense de Tenancingo que conoció a Enrique Peña Nieto desde que éste tenía diez años de edad. Durante los últimos días de julio de aquel año, Martínez congregó en su ordenación a Peña, al arzobispo Christophe Pierre, nuncio apostólico en México; al cardenal Francisco Robles Ortega, arzobispo de Monterrey; al arzobispo Carlos Aguiar Retes, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano; a monseñor Ricardo Guízar Díaz, arzobispo emérito de Tlalnepantla y primer obispo de Atlacomulco; al arzobispo Alberto Suárez Guindas; Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas; Carlos Garfias Merlos, arzobispo de Acapulco; Javier Chavolla Ramos, obispo de Toluca, y Maximino Martínez Miranda, obispo de Ciudad Altamirano. Fue una demostración de poder en la que, como relataron algunas crónicas periodísticas, Peña “recordó que ya existía una amistad entre él y el nuevo obispo de Atlacomulco, ya que se conocieron cuando el gobernador era un niño y el religioso iniciaba su misión pastoral como vicario parroquial de la cabecera municipal atlacomulquense”. Convencido de que en el juicio final Dios será su abogado de oficio, sólo restaba esperar que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación validara el excelente trabajo realizado por un supermercado y una cadena televisiva en los comicios del 1 de julio de 2012, donde él obtuvo 38 por ciento de los votos; y descalificara las pruebas recabadas por el obradorismo, que forman parte de las denuncias de un fraude electoral cínico y demagógico. Recibir la constancia de presidente electo vino a confirmar la certeza que hizo suya desde 2005 —cuando inició su campaña— de que 2012 era el año en que ocuparía la silla presidencial. Para lograrlo no escatimó recursos ni tiempo para reclutar a quien mejor respondiera a sus intereses. Reforzado en alianzas, nada podía estropear su camino, ni siquiera los gritos y reclamos recibidos aquel viernes negro en la Universidad Iberoamericana, que lo acusaban de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, reparto de secretarías a familiares, represión social y gastos innecesarios. Evento que no pasó de ser más que un pequeño sustito para el político más telenovelero de México. El escenario estaba puesto, su intento por reconquistar la Presidencia para el PRI lo protagonizó en un país habitado por un gran número de mexicanos apáticos a quienes no les importa quién los gobierne y, aunque hay otros tantos preocupados, no sólo por el quién sino por el cómo, éstos no arruinan la felicidad que refleja frente a las cámaras. Como representante del Grupo Atlacomulco, que reúne los apellidos Hank, Montiel, Del Mazo, González, Barrera, por mencionar algunos, así como las alianzas que tiene con los Azcárraga y Salinas Pliego, parece que su telenovela presidencial va por buen camino. Ellos, los políticos de Atlacomulco, han gobernado durante más de 80 años al Estado de México, pequeño espejo en que puede irse reflejando el país. La entidad, de 15 millones de habitantes, muestra profundos contrastes sociales y en la última década se ha afianzado como territorio-base para el narcotráfico. Desde Toluca, una fría ciudad que ni siquiera destaca por su equipo de futbol profesional, se mueve la mayor parte de los hilos políticos del país. Aquí es donde se decidió el tamaño de la trampa. Las elecciones para gobernador del Estado de México, julio de 2011, fueron la prueba piloto, una pequeña muestra de cómo se cancelaría el respeto al voto de millones de mexicanos pero, sobre todo, la inutilidad de las instancias electorales. La entrega del poder a los de Atlacomulco confirma que México es una empresa privada que se maneja con capital público, poseedora de una democracia simulada que encubre a una realeza “región cuatro” donde nadie más cabe, salvo por sus orígenes de linaje.

FUENTE SIN EMBARGO

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