lunes, 17 de diciembre de 2012

En las entrañas del periodismo


En las entrañas del periodismo

De la mano del “Patrón” del semanario Zeta

Zeta es impredecible, recursivo y frontal, por lo tanto una presencia incómoda para todo aquel que quiera ocultar algo. El alma kamikaze de esta publicación tijuanense se junta con su vocación de Zorro, ya no californiano sino mexicano, cuyos arrestos le hacen buscar —igual que el personaje de la leyenda— justicia a toda costa.
Setenta tiros contra el auto en el que viajaba no alcanzaron para matarlo. A Jesús Blancornelas no le tocaba morirse el 27 de noviembre de 1997, aunque cinco gatilleros hicieron todo lo posible para que así fuera. José Luis Samaniego no estuvo ahí para verlo pero sabe de memoria lo que pasó, porque lo vivió con estupor, como millares de tijuanenses que, al igual que él, se enteraron por la radio esa misma mañana. Pero sobre todo porque ha leído la historia muchas veces sentado en el archivo del semanario Zeta, del cual Blancornelas era director cuando ocurrió el atentado en su contra.
A veces el Patrón, otras Don Sama o simplemente Samaniego, y desde 2001 José Luis, reina en el silencio de los pocos metros cuadrados —no llegan a veinte— que ocupa una habitación en la planta baja de la casa donde funciona Zeta. Rodeado de cajas llenas de carpetas que se las arreglan para contener cuantas páginas de periódico sea posible, él cuida meticulosamente del archivo, el corazón de este influyente semanario del estado mexicano de Baja California. Es allí donde este hombre de 56 años lee casi con fruición adictiva periódicos de todas partes, pero especialmente los de Tijuana, y donde honra a su manera callada la confianza que Blancornelas —hombre insignia del periodismo de investigación y denuncia en México— depositó en él en un gesto de amistad, cinco años antes de su muerte natural, a los setenta, en 2006.
José Luis se mueve despacio y seguro hacia la repisa donde están los tres volúmenes que contienen todas las noticias relacionadas con el atentado a Blancornelas. Antes de mostrarme las notas limpia el polvo que guarda la portada de uno de los volúmenes.
—Balacearon a Blancornelas. Herido de tres impactos —lee en voz alta el título de la tapa del 28 de noviembre en El Mexicano e inmediatamente refuta—: No fueron tres, fueron cinco.
El Centinela, de Mexicali, cometió un error aún más grave ese mismo día en su portada, en el puntaje más alto y llamativo posible: “Asesinaron a Blancornelas”.
—Algunos hasta lo dieron por muerto, pensaron que con la gravedad del ataque no iba a sobrevivir o, quién sabe, a lo mejor hasta querían que se muriera, porque también tenía enemigos en los medios.
Y me explica por qué su jefe, que también era su amigo, se salvó.
—Cuando Luis Valero (el escolta que murió en el atentado) se dio cuenta de que les disparaban lo empujó debajo del tablero para protegerlo. El señor Blancornelas contó todo con detalle en un libro que publicó después.
Bajo la luz blanca y algo mortecina que ilumina con la misma intensidad opaca el archivo, sea de noche o de día, un destello plateado se desprende, como un aura, del pelo perfectamente cortado de José Luis. En su reino no existen las ventanas, sólo una puerta que funciona como mostrador hacia el pasillo, todo el que pasa por ahí se asoma para saludarlo con una sonrisa o para pedirle ayuda con información, con el escáner o con la copiadora. Y él devuelve las cortesías, el cariño, pero no de forma risueña, quizá porque no corresponde a su talla de hombre recio, de brazos macizos que se muestran bajo las mangas cortas de las camisas que su mujer suele escoger para él cada mañana, desde que se casaron hace 34 años. O quizá porque ha aprendido a esconder bajo su bigote cano y su gesto neutro una dentadura incompleta que empañaría su porte, en caso de que se decidiera a mostrarla con soltura.
Con lo que nunca tiene problema es con demostrar, sin aspaviento, que tiene una habilidad: lo recuerda todo, o casi.

* * *

En la Tijuana crispada de finales de los años noventa, con el Zeta machacando cada ocho días, durante casi dos décadas, los casos de corrupción e impunidad en la región, hubo un hecho que al parecer colmó la paciencia de los enemigos públicos del semanario y de su director: la carta de una mujer que reclamaba a uno de los jefes del cártel, Arellano Félix, el haber asesinado a sus hijos.
La carta comenzaba así: “Desde el primer momento que supe del fatal accidente de mis adorados hijos quise gritarte, preguntarte: ¿Por qué tanta crueldad?”
El consejo editorial del semanario decidió publicarla.
Zeta es impredecible, recursivo y frontal, por lo tanto una presencia incómoda para todo aquel que quiera ocultar algo. El alma kamikaze de esta publicación tijuanense se junta con su vocación de Zorro, ya no californiano sino mexicano, cuyos arrestos le hacen buscar —igual que el personaje de la leyenda— justicia a toda costa. El Zeta persigue un solo objetivo: el ejercicio pleno de la libertad de expresión. “Aquí no habrá lamentos. Sólo exigencia al derecho y a la justicia. Sólo la búsqueda y la exposición de la verdad. Únicamente la Libertad de Expresión”, decía en sus párrafos finales la carta a los lectores que publicó el semanario a manera de portada de su primer número el 11 de abril de 1980.
Y por tener ese atrevimiento sus malquerientes “han rafagueado la casa, pero eso nomás”, cuenta José Luis, el jefe del archivo, como quien cuenta que hoy es viernes y el día está caluroso. Por eso tres de sus colaboradores han sido asesinados a lo largo de sus 32 años de existencia: el fundador y codirector Héctor “el Gato” Félix Miranda en 1988, el escolta Luis Valero en 1997 y el editor general Francisco Ortiz Franco en 2004. Por eso sus actuales codirectores y editora general viven —a su pesar y sin su consentimiento— escoltados permanentemente. Por eso mismo su nombre ha traspasado varias veces la frontera para recibir el reconocimiento internacional en forma de premios periodísticos, que ya superan la docena: el Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia, el PEN Club, el Premio a la Libertad de Prensa de Reporteros sin Fronteras, el Premio Mundial de Periodismo de la Unesco, entre algunos otros, y también por esta terquedad denunciadora la gente le cree. Credibilidad que se resume en este eslogan: “Zeta es la neta”. La verdad.
En la Tijuana crispada de finales de los años noventa, con el Zeta machacando cada ocho días, durante casi dos décadas, los casos de corrupción e impunidad en la región, hubo un hecho que al parecer colmó la paciencia de los enemigos públicos del semanario y de su director: la carta de una mujer que reclamaba a uno de los jefes del cártel, Arellano Félix, el haber asesinado a sus hijos.
Esas verdades que se le atribuyen se han ido construyendo con temeridad y con mucha necesidad de explicarle a México y al mundo qué es Tijuana, por qué es así y qué tiene que cambiar allí, siempre bajo el estricto cumplimiento de lo que se podría llamar el “método Blancornelas”: el enriquecimiento y la contextualización de las notas. Sólo con un archivo como el que tiene montado, ese que José Luis conoce de memoria y alimenta y cuida pacientemente, el Zeta puede lograr lo que logra.
Quizá en este punto convenga decir que no siempre lo hace con toda la paciencia del mundo o muerto de la risa, pero lo hace bien.
—Es muy acelerado… se enoja bastante a veces. Y también es muy trabajador y responsable. Nunca deja nada para el último, si le dicen que haga algo lo hace en ese instante.
Jesús Ángel Sevilla lo mira desde sus imberbes dieciséis años, con ganas de ayudarlo —en el mayor silencio posible, a la velocidad que den su cabeza y sus manos—; con ganas de aprender a “hacer las cosas bien, no mal hechas, y de buena gana” y de ser “bien trabajador”, como él. Ojalá no lo sea tanto como para dejar pasar 31 años sin tomar vacaciones. José Luis lo hizo, y lo cuenta sin orgullo y sin arrepentimiento, con la naturalidad con la que se habla de las cosas que nos parecen normales. Quizá porque él es una de esas personas de antes, de ésas que parecen hechas de otra madera.
Como si se tratase de una versión inanimada de Irineo Funes, el personaje memorioso de Borges, el archivo del semanario contiene todas las fechas, todos los nombres, todos los lugares, todos los hechos, todos los detalles. Y con cada dato salido de las miles de páginas e imágenes que componen su cuerpo informe aporta a la comprensión y a la denuncia de la corrupción, de las muertes al por mayor, de la injusticia congénita de ese territorio esquinero conocido como la puerta de México, justo donde “empieza la patria”.
Una patria que tiene una relación particular con la última letra del alfabeto: Emiliano Zapata y su revolución que marcó a fuego el nacimiento del siglo XX; el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), una guerrilla rara: pacifista, con su subcomandante encapuchado y los sueños intactos, que brotó en medio de la selva chiapaneca cuando el mismo siglo terminaba; los inadjetivables Zetas, que al igual que Atila bien podrían ser definidos como “el azote de Dios”, desde que entraron en acción a mediados de los noventa, y desde 1980 el Zeta que publica cada semana, sin falta, los casos de corrupción e impunidad en la región. []
—Acá si un periodista va a escribir sobre un tema siempre debe revisar primero lo que ya se ha escrito sobre eso o sobre los asuntos relacionados, para que la nueva nota tenga todo el contexto. Yo les digo: nada de Google, vete al archivo.
Adela Navarro habla con el tono de mando de quien tiene 22 años en el oficio, de quien, junto a René Blanco, codirige el semanario. Se hable con quien se hable en el Zeta en algún punto la conversación lleva hacia el archivo.
Unas sobre otras y todas muy juntas entre sí, incontables cajas blancas y polvorientas tapizan de piso a techo sus paredes. Narcotráfico, Policía Municipal, Asesinato, Ayuntamientos, Elecciones, Ejército… los cajones de cartón llevan sus nombres inscritos, en negro o azul, siempre en un lugar visible, al alcance de los ojos y de las manos de José Luis. Al abrirlos se tiene la sensación de que no existen ni el pasado ni el futuro, sólo el presente: todo, lo bueno y lo malo, sigue pasando en esas páginas de periódicos y revistas.
Mucho antes de ser asunto de José Luis el archivo lo armaban René y su madre.
—Cuando el señor Blanco leía los diarios los señalaba y se los entregaba a mi mamá o si no a mí, y los fines de semana nos dedicábamos a pegarlos en unas hojas que guardábamos en carpetas. Todo lo importante al principio se archivaba en nuestra casa, ya luego lo trajimos acá. Para él esa era una manera de siempre estar respaldado en lo que decía.
René es el codirector del semanario y el hijo menor de Blancornelas, al que se refiere con el respeto y la distancia profesional que ameritan el trato con un jefe. René también fue el periodista al que —mientras conversaba con los paramédicos— no le tembló la mano para fotografiar al hombre seriamente herido el 27 de noviembre de 1997, su papá, cuyo atentado conmovió a toda la región. Él recuerda de forma nítida las incontables veces que, siendo niño, cruzó a San Diego con su madre para que el exiliado Blancornelas (nombre periodístico que convierte en uno solo sus dos apellidos) revisara los textos del nuevo semanario que estaba por salir.
Era su estrategia. Para no estar sometido a ningún tipo de chantaje ni boicot por parte de sus enemigos locales, desde el inicio y hasta hoy, el Zeta se imprime en San Diego. Cada viernes a eso de las cuatro de la mañana los 25 mil o 30 mil ejemplares (35 mil si la noticia es una bomba) que se distribuyen semanalmente en Baja California y Baja California Sur cruzan la garita de Otay. Allí los espera, invariablemente, José Luis, quien además de estar a cargo del archivo coordina la circulación del semanario. En 1980 empezó como auxiliar y en el 2001 asumió la jefatura de esta área que se ocupa de las ventas.

* * *


Como consta en los archivos del diario, y José Luis confirma, acentuando su ceño fruncido, el atentado de 1997 hasta ahora no se ha resuelto. El proceso continúa abierto y únicamente quedan las hipótesis de por qué y quiénes mandaron a matar a Blancornelas, ese señor de semblante amable, de pelo y barba blancos, que posa junto a José Luis en la foto de salvapantallas en su computadora. Además de lector compulsivo de periódicos (un hábito intelectual que contrasta con sus apenas seis años de formación primaria), el formal Don Sama, a quien varias de las 43 personas que trabajan en el semanario tratan con deferencia, es también coleccionista de fotos. Dice que tiene unas diez mil.
En la computadora de la oficina guarda una mínima parte de su álbum personal, y al repasar las imágenes es fácil darse cuenta de su gusto por fotografiarse con gente conocida, “importante”, a la que tiene oportunidad de conocer gracias a que de alguna manera forma parte del círculo periodístico tijuanense. Una de las últimas fotos que le tomaron lo muestra junto a Andrés Manuel López Obrador, el candidato presidencial por quien votó en las últimas elecciones. Pero aclara que no lo hizo dándole carta blanca al candidato del PRD (Partido de la Revolución Democrática) porque sabe que sólo se trata de “los mismos monos con otro sistema”. Quizá por eso lo mira con ojos inquisidores en otra de las fotos que se tomó junto a López Obrador, mientras éste era entrevistado por dos periodistas del Zeta y José Luis, sentado muy cerca, lo escuchaba, con la cara de un hombre que ha escuchado muchas promesas que nunca se cumplen.
Algo nostálgico, cruzado de brazos, con la mirada clavada en la pared, dice que los políticos ya ni siquiera saben mentir. Y así es como entra en nuestra conversación Luis Donaldo Colosio, el candidato presidencial del PRI que fue asesinado durante un mitin político en el popular barrio Lomas Taurinas, en Tijuana, en marzo de 1994.
—Era de esos grandes oradores que ya no quedan.
Su muerte sacudió a Tijuana y al país. El archivo que José Luis custodia, con la mística de quien se sabe guardián de algo muy valioso, lo tiene todo registrado.
Mira hacia la última repisa de la estantería que está junto a la puerta de entrada e indica con un gesto a uno de sus ayudantes, Jesús Ángel, que le pase los dos volúmenes anillados de Colosio. Los ojea rápidamente y se da cuenta de que hay temas relacionados con el asesinato, pero no los reportes de los hechos. Enseguida saca él mismo un libro de otro estante y me lo muestra.
—Aquí está todo —dice mientras deja el libro sobre la mesa.
Se trata de El tiempo pasa. De las Lomas Taurinas a Los Pinos (1997), de autoría de cuatro periodistas de Zeta.
Pero no se queda con la espina de no tener a la mano la información ofrecida y me hace acompañarlo al cuarto contiguo, que es la hemeroteca. Juntos revisamos las notas que el semanario publicó en esos días.
Para resumir lo que pasó, José Luis repite lo que muchos dicen en la calle:
—Colosio renegó de la forma de gobernar del PRI, ofreció que cambiaría todo y parece que eso no le gustó a alguien.
Es de las pocas veces que su visión difiere de la del semanario; Zeta, a contracorriente de lo que planteaban otras voces, coincidió con la versión oficial de los hechos y no adhirió a la teoría del complot que se urdió alrededor de la muerte del candidato presidencial priista. “En la primera edición tras el magnicidio, el periódico publicó los pasos del criminal. [...] en su edición del 8 de abril, Zeta anunció lo que sus investigaciones arrojaban: ‘Fanatizado, Aburto actuó solo’, dice el recuento del suceso publicado en la revista del 30 aniversario de Zeta. Blancornelas fue el primer periodista en todo el país que entrevistó a Mario Aburto y despejó las dudas de si era o no la misma persona que mató de dos disparos a Colosio. Era él. Si en realidad actuó solo y por fanatismo es algo que todavía no termina de convencer a muchos.
Lo cierto es que después del asesinato de Colosio el PRI sólo gobernó por un periodo más: con Ernesto Zedillo, que fue quien lo reemplazó como candidato primero y luego como presidente.
Eran los tiempos —me dice José Luis con el tono de quien está diciendo una obviedad— en los que en México se sabía que el candidato que ponía el PRI era el que ganaba. Pero después de lo de Colosio algo debe haber pasado adentro del partido, y la gente afuera también se dio cuenta, por eso con Zedillo ganaron por última vez. El 1 de julio pasado Peña Nieto recuperó la presidencia para el PRI, y se acaba de posesionar el 1 de diciembre.
De regreso al archivo, antes de que se ponga a hacer las cuentas de los distribuidores, le pregunto por Ernesto Ruffo, el político panista (del Partido Acción Nacional) que en 1989 fue el primero en sesenta años en ganar una gobernación —la de Baja California— para la oposición.
“Balaceados, decapitados, colgados, desmembrados, encajuelados, enteipados, con tiro de gracia, con narcomensajes, incinerados, deshechos en ácido y desenterrados de narcofosas aparecen todos los días en las 32 entidades federativas. Son ejecutados con las características propias del narcotráfico y el crimen organizado”, dice el Zeta del 25 al 31 de mayo del 2012.
Esta vez le pide a otro de sus ayudantes, José Ramón (nieto de Blancornelas que hace cuatro años le ayuda en el archivo), que busque información en las cajas que dicen “Elecciones”. La agilidad de sus diecinueve años le hace moverse rápido; sin titubeos, saca las carpetas y se da cuenta de que las elecciones las empezaron a archivar en 1991. Pero busca en el índice y da con la caja número 76.
—Aquí es puro Ruffo —dice triunfante el menor de los Blanco que forma parte de Zeta.
José Luis coincide con René y con Adela, en su impresión de que las denuncias del semanario tuvieron que ver con este cambio de administradores de la cosa pública, que primero se dio en la política regional y luego en la nacional.
Adela: Desde la llegada de Zeta lo que más ha cambiado es que ahora sí hay democracia en Tijuana. Zeta empezó a señalar la corrupción en los gobiernos priistas; así vino el cambio político en Baja California. En 1983 por primera vez en el país ganó un alcalde de oposición, y en 1989 por primera vez ganó un gobernador que no era del PRI.
René: Con Zeta a mucha gente se le quitó la venda de los ojos y empezó a tomar otras decisiones.
Dos meseros y tres taxistas, que forman parte de mi breve lista de conocidos tijuanenses, también corroboran esta impresión: el semanario ha cantado algunas verdades durísimas y por eso ha logrado que algunas cosas cambien. Estos niveles de influencia y de credibilidad se ven reflejados en una cifra que Adela suelta con orgullo.
—El 70 por ciento de los temas que publicamos nos los da la gente. Y nos hemos pasado hasta tres años tratando de sacar una nota, para que esté bien investigada y contrastada. La gente nos pasa los datos y a nosotros nos toca comprobar que todo sea cierto.
José Luis completa:
—Es como si el Zeta tuviera reporteros en todos lados.
Aparte de la ventaja de tener ojos y oídos omnipresentes, el semanario cuenta con su archivo, y con José Luis.
—Él es la memoria del periódico, lo tiene todo en la cabeza, sobre todo fechas y los apodos de los narcos (sin duda Don Sama hace mejor uso que el resto de los mortales de los 2.5 petabytes —el equivalente a un millón de gigabytes— de almacenamiento de información con el que cada persona viene equipada a este mundo).
La afirmación de Brenda Mancera, reportera de la sección Cultura del Zeta, queda comprobada el momento en que le pregunto cuándo comenzaron las ejecuciones en Tijuana y José Luis sin titubear contesta.
—En abril del 2008.
El nieto de Blancornelas busca inmediatamente en su iPhone la confirmación del dato que acaba de salir de boca de su jefe y asiente. Luego trae la información. La portada del semanario fechado entre el 2 y el 8 de mayo titula así: “Balacera, la verdad oculta”.
A finales de abril del 2008 comenzó en Tijuana una cadena de ejecuciones, individuales o masivas —todas brutales—, que luego se fue extendiendo por otros lugares de México. A diario, recuerda José Luis, había diez y hasta quince ejecuciones.
—Hasta empezaron a matar policías… En esa época sacábamos muchas copias (pedidas por los periodistas al archivo para hacer sus notas) —cuenta el nieto del fundador, dejando ver un lado sociable que en los tres días que llevo visitando el semanario ha permanecido oculto.
La primera fue una de las más espectaculares. 1,500 casquillos recogidos, luego de la masacre, en el sitio de la balacera: una avenida tijuanense. 22 vehículos desde los cuales, simultáneamente, llovían balas hacia el mundo exterior.
—Fue cuando el Teo rompió con el cartel Arellano Félix. Un enfrentamiento entre células.
Además de eso, José Luis recuerda el alboroto que había en buena parte de la ciudad ese día, porque fue él quien llevó al otro hijo fotógrafo de Blancornelas, Ramón, a que se pusiera un chaleco antibalas que tenía guardado en la casa de su mamá y luego lo acercó lo más que pudo hasta el campo de batalla donde yacían al menos quince cuerpos, desparramados, al aire libre.
La Tijuana sosegada de inicios de junio del 2012, una ciudad sin los sobresaltos inminentes y notorios de la inseguridad o el crimen, da un motivo para preguntarle al Patrón si ya se acabaron las ejecuciones. Sin dudar un momento dice que aún hay, pero que ya no son tan espectaculares. Alejandro Cossío, fotoperiodista de Zeta, tiene una teoría de por qué la intensidad o la brutalidad han bajado.
—Es que ahora el crimen ya está organizado, y cada cual tiene lo que quiere, ya no hay para qué matarse tanto.
Si todo comenzó en abril del 2008 con la balacera de El Cañaveral, no se sabe cuándo ni dónde va a terminar el horror.
“Balaceados, decapitados, colgados, desmembrados, encajuelados, enteipados, con tiro de gracia, con narcomensajes, incinerados, deshechos en ácido y desenterrados de narcofosas aparecen todos los días en las 32 entidades federativas. Son ejecutados con las características propias del narcotráfico y el crimen organizado”, dice el Zeta del 25 al 31 de mayo del 2012. Todo el dolor se resume en un número espeluznante: en el sexenio de Felipe Calderón ha habido 71.804 ejecuciones en todo México.
Y seguimos contando.

* * *

José Luis sigue escuchándome y hablándome, pero se nota que tiene prisa, que ya su cabeza está en otra parte. Es jueves, y las cuentas y los pedidos de los distribuidores todavía tienen que afinarse en uno de los archivos de su computadora; con la ayuda de la calculadora, que siempre lleva en su maletín, hace números. Apenas si tiene tiempo de almorzar, sus ayudantes piden comida a un restaurante chino, como siempre que se quedan a comer en la oficina. El mismo plato, todas las veces: lonche #16, camarones enchilados con arroz.
Nos despedimos y al acercarme al abrazo siento su tensión, la distancia que naturalmente está acostumbrado a poner. Igual hago presión con mis manos en su espalda para que sepa que me encantó haberlo conocido, que me cae bien, que me gustan su gesto neutro, su voz grave, su conversación pausada. Que agradezco la generosidad con que me dejó entrar en sus dominios.
Dicho el adiós, camino en dirección al bulevar Agua Caliente —por el sector del Zoológico– y voy pensando en los setenta tiros que no mataron a Blancornelas, en cómo hace el semanario para vivir más de la circulación que de la publicidad, en la memoria prodigiosa de José Luis, en las pocas horas que faltan para que sea viernes y él esté como cada viernes despierto desde las 03:00, rumbo a la garita, para recoger el Zeta, y sobre todo, pienso en cómo se refiere a su trabajo: “Todas las mañanas me siento a leer, con un café, los periódicos; eso es lo que hago, ¿usted no cree que eso es un privilegio?” ®
Este artículo se hizo bajo la dirección del maestro colombiano Alberto Salcedo Ramos, en el marco del Taller Nuevas Rutas del Periodismo, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y Conaculta, en junio del 2012 en Tijuana.

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